La investigación sobre tan impensable crimen, nos revela algo que fácilmente tendemos a olvidar: el pecado no tiene sólo una dimensión personal, sino que es una cuestión también colectiva.
¿Quién es el asesino?, se pregunta uno en las típicas historias de misterio criminal. Eso parece ser la serie de televisión “Broadchurch” –que ahora emite Antena-3–, cuando empieza el primer episodio. No tarda uno en darse cuenta que los esperados giros de argumento revelan no sólo que todos esconden algo, sino que una atmósfera opresiva se cierne sobre este aburrido pueblo costero, traumatizado por el asesinato de un niño. Aunque he visto esta serie británica completa, prometo no destriparles el enigma desvelando el final, pero quiero escribir hoy sobre como en ella vemos que, a veces, nos parece que no tenemos la culpa de nada, cuando somos parte del problema.
En este tiempo en que todos hablan de crisis en el cine, vivimos lo que parece una nueva Edad de Oro de la series de televisión –la tercera, según la terminología de los que estudian la corta Historia de lo que antes llamaban “la caja tonta”, ¡aunque ahora sea más bien plana!, y tan pequeña que uno la lleva donde quiera–. Las cadenas compiten por ofrecer producciones de calidad, que se emiten ya incluso sólo en Internet. Grandes directores y actores trabajan ahora para un medio que estaba hasta hace poco limitado a estrellas de escaso calado, que acompañaban en ocasiones interpretes veteranos, que hacían alguna que otra aparición especial para complementar sus ingresos de jubilación.
Según analistas tan prestigiosos como el argentino Rodrigo Fresán, lo verdaderamente significativo de la series de televisión se ha dado siempre en las llamadas mini-series, que es donde los británicos han tenido siempre un lugar especial, desde los tiempos de “Yo, Claudio” o “Retorno a Brideshead”. Es difícil mantener el interés y emoción durante cuatro, o cinco temporadas, de 16 a 24 capítulos cada una –que es lo que duran muchas series americanas–. La unidad de una “serie de autor” como “True Detective”, no viene sólo de ser obra de un único director y guionista, sino de tener una duración limitada. Los que no tenemos mucho tiempo y paciencia, agradecemos la concisión y consistencia de series como “Broadchurch”.
LA RESPONSABILIDAD DEL CRIMEN
Esta serie de suspense es una producción de la cadena ITV. Algunos la recordarán como aquella que precedía sus programas en los años setenta con la imagen de los edificios más representativos de Londres, reflejados sobre el río Támesis. Ahora trabaja con productoras externas, como esta que se llama Kudos. La serie está distribuída en Estados Unidos por la BBC, aunque los americanos la acaban de rehacer con el nombre de “Gracepoint”, protagonizada por el mismo actor escocés, David Tennant. Es un inspector de policía, que ha sufrido la vergüenza de perder las muestras de ADN de un asesino, que ha quedado así libre. Destinado ahora aquí, tiene que colaborar con una sargento –interpretada por Olivia Colman–, que es amiga de la familia del niño asesinado.
Vemos a los personajes perdidos en sus pensamientos, andar calmadamente por las calles del pueblo y los acantilados que rodean esta localidad de Dorset –el sitio real se llama Clevedon y está a las afueras de Bristol–. Viven la tragedia que ha llenado de dolor esta comunidad, que sufre ahora la pérdida de una criatura, sin saber qué hacer para poder sentirse mejor. Dar el pésame, o crear un fondo en su memoria, no pueden paliar la agonía de tal padecimiento. Como observa Alissa Wilkinson en su artículo para Christianity Today, podemos ver su desconsuelo y anhelo de redención hasta en el nombre que recibe la serie, a uno y otro lado del océano, Amplia Iglesia y Punto de Gracia, como si preguntara: ¿tiene algún cuidado, el Cielo, por lo que estamos pasando?
La investigación sobre tan impensable crimen, nos revela algo que fácilmente tendemos a olvidar: el pecado no tiene sólo una dimensión personal, sino que es una cuestión también colectiva. La maldad está en el corazón humano, pero se muestra también en la comunidad. “Broadchurch” nos descubre que el problema no está sólo en el asesino, sino en todos nosotros. Como en las series de HBO, “True Detective”, o “The Wire”, nadie escapa a la posibilidad del crimen. Adultos y niños, privilegiados y desfavorecidos, todos son capaces de hacerlo… ¡hasta los propios detectives!
¿QUIÉN ESTÁ LIBRE DE CULPA?
Vemos que nadie está libre de culpa. Todos están bajo sospecha, ya que toda la comunidad ha fracasado en vivir en amor e integridad. Incluso el “inocente” tiene su lado feo que esconde a los demás, y acaba por hacer daño a otros. Los personajes albergan ira y resentimiento. La distinción entre conocidos y enemigos es tan sutil, que es fácil obviarla. Uno de los detectives dice: “no conocemos a las personas”. Ya que “nunca puedes saber realmente lo que hay dentro del corazón de alguien”.
“¡Sé una persona decente!”, ruega la dueña del hotel –Becca (Simone McAulley) – al tendero que interpreta Bill Fellows –Laurie–. Este parece más preocupado por cómo el crimen va a afectar a su negocio que en reaccionar “apropiadamente” con respeto. Son palabras fáciles de decir, pero nadie sabe muy bien cómo hacerlo.
Laurie tiene poco tacto, pero no es más egoísta que los demás, que se quedan mirando cómo la madre – Beth (Jodie Whittaker) – llora en la tienda. Sus palabras de compasión producen aún más ira en ella, que se ve incapaz de superar la muerte de su hijo. La declaración de solidaridad del municipio responde más a un afán de notoriedad que a cualquier otra cosa. La propia Becca espera que el asesino sea capturado a tiempo de ganar algún dinero con el turismo del verano.
UN PASTOR ANGLICANO
Un pastor anglicano tiene un importante papel en la serie. El reverendo Coates (Arthur Darvill) es una de las pocas personas con las que la madre, Beth, se siente cómoda. Quiere sinceramente ayudarla, y no la juzga cuando confiesa que no sabe qué va a hacer con su embarazo. Es una persona de auténtica fe, pero que a veces no sabe qué decir. Muestra lo complejo de la vida cristiana, pero también su disposición a escuchar. En una de sus frases más memorables, dice a Beth: “la fe en Dios no es obligatoria para recibir su compasión”.
En uno de sus sermones, el pastor dice: “si no somos una comunidad de vecinos –literalmente, prójimos–, no somos nada”. En otra predicación cita: “La Biblia dice abandonad toda amargura, ira y enojos, gritos y calumnias, y toda forma de malicia. Más bien sed bondadosos y compasivos unos con otros, perdonándoos mutuamente, así como Dios os perdonó en Cristo” (Efesios 4:31-32). A lo que añade: “después de lo que hemos pasado, no sé, pero tenemos una responsabilidad para con nosotros y nuestro Dios, de intentarlo”.
El problema es que hasta el propio pastor no está libre de culpa. Actúa también motivado por su propio interés. La abuela del niño –Liz (Susan Brown) – le anima a conectar con el pueblo, ayudando en este tiempo difícil, pero lo único que hace es una declaración televisiva de apoyo. La madre parece emocionada por sus palabras, pero el padre – Mark (Andrew Buchan) – reacciona violentamente. Lo interpreta como una táctica para aumentar la asistencia a la iglesia. Y hay parte de verdad en ello. Aunque su reproche alcanza al mismo Dios: “tu Dios dejó que mi hijo muriera”.
LUZ EN LA OSCURIDAD
Si el primer episodio es sobre la muerte – observa Andrew Johnson en su comentario en “Patheos” –, el segundo es sobre la vida después. Sea sobrenatural, o como la lucha diaria por enfrentarse a la pérdida. Como escribe uno de mis estudiantes en la Facultad de Teología Protestante en Alcobendas, Emilio José Cobo, cuando la madre recibe la visita del pastor, “este intenta consolarla ante la pregunta de dónde estará su hijo, diciéndole que está en el cielo, bien cuidado por Dios”. Ella “sólo quiere pruebas tangibles, una epifanía que le demuestre que eso es cierto”. Así, un supuesto médium le dice “que su retoño está en un lugar mejor, que le habla y le dice que detenga el proceso de investigación”. Tiene aspecto de farsante, pero cuenta algo del pasado del niño que no podía saber de otra manera.
“Los cristianos presentan con frecuencia a los ateos como fríos racionalistas que se niegan a reconocer el poder sanador de Dios –piensa Johnson–, pero la verdad es que el misterio de Dios puede ser, a veces, una fuente de mayor dolor”. Ya que “una realidad de la fe es que no hay una garantía de encontrar una fuente de consuelo en tiempos de crisis”. Humanamente, la confusión que experimentamos después de un suceso traumático, nos lleva a la incertidumbre. Como le dice al pastor la abuela del niño asesinado: “la gente nunca sabe lo que necesita, hasta que se le da”.
C. S. Lewis dice en “El problema del dolor: “Dios nos susurra en nuestro placer, nos habla en nuestra conciencia, pero nos grita en nuestro dolor; es su megáfono para despertar a un mundo sordo”. Toda crisis es una oportunidad para escuchar de nuevo lo que Dios nos dice sobre nosotros mismos. La Biblia es clara en que el problema no es solamente de algunas personas. Tiene que cambiar nuestro corazón. Cuando es traída a Jesús una mujer descubierta en adulterio, sus acusadores son avergonzados públicamente: ¿acaso, no han pecado ellos nunca? (Juan 8:1-11).
Al final de “Broadchurch” cae una densa y profunda oscuridad sobre los acantilados. La negrura es entonces atravesada por una serie de luces inesperadas. “¿De dónde vienen?”, pregunta un personaje. “Pasé la noticia”, contesta otro. A lo que el primero responde: “¡quizás la noticia era buena!”. El Evangelio nos trae la Buena Noticia de que “la luz resplandece en las tinieblas” (Juan 1:5). Nuestra esperanza es que “las tinieblas no han podido extinguirla”. La gracia y el perdón son difíciles de conseguir, pero el Calvario ha hecho posible lo que para nosotros es imposible.
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