El cartero llegaba al portal a media mañana, e iba diciendo en voz alta los nombres de los afortunados como si fuesen los números del bombo. El elegido iba acercándose a recogerla con el mismo orgullo de quien le ha tocado la lotería. A continuación, los menos agraciados, iban acercándose para interesarse, por educación más que por curiosidad, y corrían la voz por el barrio con las buenas nuevas. El día que llegaba carta, era un día tan especial que la emoción duraba varios días (perdonen la redundancia, pero es que todavía me emociono).
La primera vez que escribí una carta, fue durante las vacaciones de un lejano verano. Iba dirigida a Ana Mari, una amiga del colegio un poco mayor que yo y que vivía cuatro bloques más allá del mío. ¡Claro que podríamos haber quedado para vernos! Pero entonces ¿Qué pasaba con la inquietud y la emoción de las cartas? La verdad es que por aquellos años, yo tenía carrete para rato. Y sobre todo lo que más tenía era un colgante de oro colgado a mi cuello llamado tiempo, y que ahora ni lo tengo, ni sé dónde lo he perdido con la falta que me haría encontrarlo.
Retomo el hilo. Bien, una vez terminada, metí aquella colección de folios en un sobre y me dirigí a la calle buscando un buzón. Mi hermana pequeña vino conmigo y ella fue quien lo vio porque se encontraba a su altura. ¿Dónde cree usted que estaba? Justo en los bajos del bloque de Ana Mari. El Banco de Santander tenía allí sus oficinas, y a la izquierda de la puerta, estaba el buzón con la boca abierta, como esperando todo el alimento que yo pudiera suministrarle. La experiencia me gustó tanto, que al día siguiente, volví a repetir, y así hasta que empezaron las clases.
Ana Mari nunca me respondió, así que cuando nos vimos de nuevo en el colegio le pedí explicaciones con muy mala letra y con bastantes faltas de ortografía. Me dijo que no había recibido ninguna. Fue ella misma, a lo largo de aquella conversación quien me aclaró el misterio de las cartas y los buzones. Primero me dijo que había que comprar un sello en el estanco que estaba en los bajos de mi bloque y luego había que meterlas en el buzón propio de Correos, y no en el de los bancos. (Hay que ver lo que hace un par de años de diferencia de edad en la inteligencia humana). Yo estaba asombrada al comprobar que las amistades pueden salir muy caras, sobre todo si son por correspondencia.
Durante mucho tiempo me pregunté qué opinión tendría de mi la persona que cada día abría la saca con las cartas del banco, segura de que allí no trabajaba la tal Ana Mari. Imagine usted lo que da de sí un verano.
La amistad con Ana Mari no duró mucho; como dije, era un poco mayor que yo y se echó novio enseguida. Yo me quedé más sola que la una y horrorizada de que un verano cambie tanto a las personas. Luego, el tiempo lo fue poniendo todo en su sitio. A mí la primera.
Con todo esto me pregunto Qué pensará el Señor cuando ve a tantas personas escribirle la mejor carta de su vida, la más importante, la que le habla de sus alegrías, sus necesidades, sus preocupaciones... y luego mal aconsejados, van a depositarlas, además de sin el sello gratuito del Sacrificio de Jesús, en buzones equivocados.
Yo ya aprendí a mandarlas como Dios manda, y me va de maravilla. ¿Qué cómo lo sé? Porque recibo respuesta.
Bueno, termino la presente al modo como me enseñó mi abuela: Con Dios y expresiones, se despide Isabel
PD. ¡Que usted la mande bien!
Si quieres comentar o