Es conocido el antiguo relato en el que Agustín de Hipona, sumido en profundas reflexiones sobre la Trinidad mientras paseaba cerca del mar, vio a un muchacho que afanosamente tomaba agua de la orilla para verterla en un pequeño hoyo que había hecho en la arena.
Agustín le preguntó el propósito de su acción, a lo que el muchacho le respondió que quería llenar el hoyo con todo el agua del mar. Entonces Agustín le dijo que lo que pretendía era imposible, a lo que el muchacho contestó que eso es precisamente lo que él estaba tratando de hacer, al querer abarcar con su mente finita el ser inabarcable de Dios. La escena no es histórica, pero ilustra perfectamente lo insondable del asunto.
Que solamente hay un Dios es una enseñanza cardinal en la Biblia. Frente a toda clase de politeísmo la Escritura afirma enfáticamente esa unidad. El texto clásico sería Deuteronomio 6:4, en el que se proclama el monoteísmo como doctrina fundamental de la fe de Israel, que hasta el día de hoy los judíos recitan. Aunque ese pasaje está formulado en el desierto y en un momento concreto, con Israel viajando de Egipto a Canaán, que representan dos prominentes culturas con toda su legión de dioses y diosas, sin embargo, la declaración se alza por encima del tiempo y del espacio, siendo una verdad intemporal.
Siglos después, en el libro de Isaías,
se repite una y otra vezi una proposición similar, aunque expuesta de manera diferente, subrayando Dios que fuera de él no hay otro Dios. Es decir, que la unidad numérica de Dios es excluyente. En términos humanos hay unidades que son el resultado de la conjunción de cosas diferentes, por ejemplo cuando hablamos del Reino Unido o de las Naciones Unidas. Pero en Dios no cabe tal clase de combinación, porque su unidad supone la singularidad exclusiva de su ser. Se trata, pues, de una unidad simple, no compuesta.
Sin embargo,
el mismo Antiguo Testamento, que tan claramente determina esta gran verdad, también se expresa en ocasiones de una manera que abre la puerta para considerar que en esa unidad hay distinciones internas que no rompen la unidad simple de Dios.
Por ejemplo, tenemos el pasaje de
Génesis 19:24, donde la construcción de la frase indica que Dios actúa de parte de Dios. Hay un mismo nombre, el nombre divino, para indicar la unidad de Dios, pero al mismo tiempo hay una distinción de agentes y tareas, siendo éstas la sentencia y la ejecución de la sentencia. Aquí se trata de una función judicial sobre la condenación de los habitantes de Sodoma, función que es competencia de Dios.
Ese tipo de lenguaje se vuelve a usar en
Salmo 45:6-7, donde Dios unge a Dios. Nótese de nuevo la unidad del nombre, Dios, y la distinción de personas, pues uno es el que unge y otro el ungido, aunque ambos son Dios. La eternidad y la justicia del trono de Dios destacan como cualidades inherentes del único que puede poseer tales excelencias, pero al mismo tiempo, por causa de su apego y amor a la justicia, se señala que es digno de ser ungido, es decir apartado y equipado para reinar, por Dios. Así pues, al que unge al Rey y al ungido como Rey se les llama Dios. Estamos ante otra función, la soberanía, que es también competencia de Dios.
El Salmo 95:7-9 emplea una construcción del lenguaje que llama la atención. La frase final del versículo 7 indica que alguien exhorta al pueblo a oír la voz de Dios. Se supone que ese alguien debe ser otro que no es Dios, tal vez un profeta o un mensajero de Dios, pues habla de Dios en tercera persona: "Si oyereis hoy su voz". Pero inmediatamente sigue hablando y hace referencia al altercado que tuvo el pueblo en el desierto siglos atrás con Dios y para ello usa la primera persona, es decir, que el altercado fue contra él mismo y por tanto el que estaba hablando no es otro sino Dios, pues dice: "Donde me tentaron vuestros padres…". Lo lógico es que hubiera seguido empleando la tercera persona, diciendo "Donde le tentaron vuestros padres"; pero
el que habla de Dios en un momento dado en tercera persona, habla ahora como Dios en primera persona. Es decir, Dios exhorta al pueblo a que escuche la voz de Dios. Es importante constatar que el autor de la carta a los Hebreos atribuye esa exhortación directamente al Espíritu Santo
ii.
El Salmo 110:1 vuelve a mostrar este desdoblamiento. Aquí hay una distinción de nombres, pues uno es el nombre divino y el otro es el de Señor, pero la divinidad está contenida en ambos, porque el nombre Señor, Adonay, es exclusivo de Dios, como se desprende de Josué 5:14, donde al varón que se presenta ante Josué con la espada desenvainada, éste lo denomina su Señor y se postra ante él. Este Salmo lo usará Jesús para hacer pensar a sus interlocutores sobre las consecuencias que tiene que David llame su Señor al Mesías
iii.
Zacarías 2:10-11 muestra a Dios viniendo a morar en medio de su pueblo, para añadir inmediatamente que quien lo envía es Dios. Hay uno que envía y otro que es enviado, pero a ambos se les llama por el nombre divino. Enviar y enviado es una de las maneras repetitivas que Jesús tiene de referirse a sí mismo y al Padre en el evangelio de Juan
iv. También usa ese lenguaje respecto al Espíritu Santo
v.
De todo lo visto en el Antiguo Testamento se desprenden varias conclusiones: Primera, que Dios es uno; segunda, que en Dios hay distinciones que se pueden llamar apropiadamente personales; tercera, que tales distinciones personales conllevan distinciones de tareas. Ahora bien, ¿cómo se armoniza esta contradicción de unidad y distinciones? La única solución coherente es la doctrina cristiana de la Trinidad y su enseñanza sobre las relaciones de origen de Padre, Hijo y Espíritu Santo, fuera de la cual se cae en el politeísmo o en la negación de la revelación.
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i Isaías 44:6,8; 45:5,18,22; 46:9
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