En el comienzo de la época fría del año y con ella del riesgo de gripe, un médico avisaba recientemente sobre los falsos mitos que para evitar o curar esa enfermedad se han extendido entre la población. El primero afirma que la gripe se previene bebiendo mucha agua, el segundo que se combate con antibióticos y el tercero que se evita comiendo muchas naranjas. Pues bien los tres son erróneos, no importa lo difundidos que estén y cuánto hayan arraigado en la mentalidad popular.
Eso quiere decir que
la vox populi no es necesariamente el criterio que hay que seguir, como si fuera un oráculo divino, pues puede estar cargada de equivocación e inducirnos a creer cosas que en realidad son falsedades, por más gente que las crea. Hace algún tiempo una persona procedente de otra cultura distinta a la europea me decía que para curar un grave problema de líquidos acumulados en las piernas de un enfermo, no había mejor remedio que un sapo. Si se le pusiera al enfermo ese animal en la parte comprometida el sapo se comería lo dañino y de esa manera la enfermedad pasaría al animal, quedando sano el enfermo. No era un chiste, sino la solución que creía a pie juntillas ser la correcta, dado que en su cultura se le había enseñado así.
Quisiera referirme a dos mitos, que como tales son erróneos, pero que constituyen la verdad irrefutable para gran cantidad de personas, no importa la cultura o el estrato social al que pertenezcan.
El primero de esos mitos es el que dice que la salud es lo primero. Seguramente lo habremos escuchado infinidad de veces y sobre todo en ocasiones cuando la misma está en peligro. En esas circunstancias, si hay que escoger algo como lo más importante de todo, es cuando se pronuncia esa frase. Y al hacerlo se está poniendo la salud por encima de todo lo demás, no habiendo nada que la supere.
El segundo mito está ligado al primero y afirma que todo tiene remedio menos la muerte, usándose la frase cuando surge algún problema o dificultad que parece imposible de vencer, significando que no hay que rendirse ni dejarse abatir, pues de una u otra manera podrá superarse, ya que lo único invencible que hay es la muerte. De modo que la muerte se constituye en el problema insoluble, en el enemigo irreductible y en el obstáculo insuperable. Da igual lo que se intente ante ella, el resultado será siempre el mismo: la hegemonía de la muerte. Es toda una confesión de su poder y de su indestructible capacidad para dominar.
Sin embargo, el Antiguo Testamento, la parte de la Biblia en la que se subraya la salud física como un bien en gran manera deseable, considera que hay algo más importante que la salud misma. Para ello emplea la palabra bienaventuranza, que describe el estado en el que la persona está en plenitud de todos los bienes.
¿En qué consiste ese estado?
El inspirado David lo expone de esta manera: "Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien el Señor no culpa de iniquidad y en cuyo espíritu no hay engaño."
[i]
Es decir,
el bien que hemos de buscar por encima de cualquier otro no es el de nuestro cuerpo. Inevitablemente, por más que lo cuidemos y sustentemos, está sometido a la ley del envejecimiento y el deterioro, como pasa con todas las cosas materiales. De ahí que aunque es sabio y necesario protegerlo, es insensato obsesionarse por su preservación, en vista del imponderable decreto que sanciona su destrucción.
Más bien,
nuestra preocupación debiera ser la de recibir la salud descrita en el estado de bienaventuranza en ese texto. Consiste en el perdón del pecado, el verdadero cáncer que mina y destruye lo material y lo inmaterial. La palabra perdón alude a una culpabilidad previa, lo que significa que el estado de ruina en el que hemos quedado es responsabilidad nuestra.
Pero, y aquí está lo maravilloso, el mismo Juez que puede y debe condenarnos, es el que ha preparado el remedio para que podamos ser sanados.
Esto nos lleva a la consideración de que la muerte tiene remedio, porque su causa ha sido remediada.
Hay dos ámbitos en los que tal remedio se efectúa, el material y el inmaterial, que constituyen las dos partes de la naturaleza humana.
La inmaterial no queda aniquilada por la muerte, pues siglos después de que hubieran muerto, Jesús testifica que Abraham, Isaac y Jacob seguían vivos
[ii]. La recuperación de
la parte material tras la muerte ha quedado demostrada por la resurrección corporal de Jesús, quien salió de la tumba con el mismo cuerpo con el que había sido depositado en ella, aunque glorificado.
No, no debemos hacer caso de los mitos populares sobre la gripe. Pero especialmente no debemos hacer caso de los mitos populares sobre la enfermedad y la muerte. Errar sobre los primeros tiene un riesgo relativo, pero errar sobre los segundos acarrea consecuencias irreversibles.
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