El dilema en el panorama internacional es si la guerra de Siria se quedará en guerra civil o se extenderá más allá, con el peligro de que se convierta en un polvorín que desestabilice a los países limítrofes de la región. Y también la cuestión es si en el caso de que triunfaran los insurgentes se confirmaría el viejo dicho de que más valía lo malo conocido que lo bueno por conocer, en vista de los decepcionantes resultados que la denominada "primavera árabe" ha producido en los países que la ensayaron, donde se derrocaron unos dictadores para ser casi inmediatamente sustituidos por otros. Para este viaje no hacían falta alforjas.
Pero lo que ha hecho saltar todas las alarmas en el caso de la guerra en Siria ha sido el ataque con armas químicas que ha causado centenares de muertos, señalando las potencias occidentales a Bachar al Asad como responsable de esta matanza.
Para el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ése ha sido el detonante para pedir a la comunidad internacional una intervención directa en el conflicto, solicitud que hasta el momento casi nadie ha secundado, tal vez porque es fácil entrar en una guerra y muy difícil salir de ella; además, todavía está muy reciente la guerra de Irak, donde todo comenzó con incursiones y bombardeos aéreos y acabó en una prolongada invasión terrestre, con un alto coste en vidas humanas y también económico, para a la postre dejar un país donde el terrorismo campa a sus anchas, con mayor facilidad que cuando vivía Saddam Hussein.
Obama ha apelado para su intervención militar a las leyes internacionales que prohíben la producción, almacenamiento y uso de armas químicas. El 13 de enero de 1993 se firmó un protocolo por el que los países signatarios se comprometían a destruir las que poseyeran, a no comerciar con las mismas y a impedir su fabricación y uso. En su preámbulo, este acuerdo aludía al que se logró en Ginebra en 1925, sobre la prohibición de usar en la guerra gases venenosos y asfixiantes, así como emplear métodos bacteriológicos.
Esas leyes internacionales son el respaldo en el que Obama se apoya para fundamentar la necesidad de una intervención inmediata. Y el respeto escrupuloso a las mismas es lo que justifica a sus ojos una acción de castigo por su quebrantamiento.
Sin embargo, este mismo hombre, tan decidido a hacer respetar los acuerdos internacionales, se felicitaba no hace mucho porque el Tribunal Supremo de su nación había sancionado que las uniones entre personas del mismo sexo son matrimonio. De manera que el hecho de que una ley inscrita no en tal o cual constitución, sino en la misma naturaleza humana, y no desde hace algunos años, sino desde los mismos albores de la humanidad, quedara trastocada en su esencia, era de sumo agrado para él.
Pero aquí se plantea un grave problema, porque ¿cómo hacer entender a algunos que hay cosas que no pueden quebrantarse si, al mismo tiempo, quien eso pretende hacer quebranta otras, que en su opinión sí pueden quebrantarse?
¿Por qué unos pueden quebrantar lo esencial y otros no pueden hacer lo mismo? Tal vez se argumente que hay una diferencia entre lo esencial y lo no esencial, pero eso lo único que hace es ampliar el problema, porque ¿quién decide qué cosa es esencial y qué cosa no lo es? Y también ¿cuáles son los criterios para hacer la diferencia? Y ¿quién es la autoridad para establecer esas definiciones?.
El problema de haber echado por tierra que existe un principio de autoridad absoluta, es que quedamos a merced de una pauta que depende del más poderoso, del más locuaz, del más hábil o del más popular, aunque no necesariamente del más sabio. Finalmente, el resultado es que cada uno acaba fabricando su propia ley y estableciendo las normas que le parecen, ya que son tan válidas como las del otro.
La dificultad insuperable a la que nos lleva la negación de una sola autoridad absoluta es que las leyes se convierten en una serie de normas inconexas entre sí, porque no tienen un principio rector único sino múltiple. De esta manera es posible ser muy detallista con algunas leyes, pero laxo o indiferente con otras.
De ahí que Obama pueda apelar a la inmutabilidad de la ley internacional en un caso y aplaudir su cambio en otro. Pero ese mismo contrasentido plantea serias dudas acerca de su autoridad moral para hacer entrar en razones a Bachar al Asad.
Por eso, ante la incoherencia y las contradicciones a las que conduce esa manera de entender algo tan vital como es la ley, yo me quedo con el principio unificador del que habla Santiago en su carta, cuando dice: "Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos."
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La conexión intrínseca de los diversos puntos de la ley emana de que proceden todos ellos de una sola instancia superior, que es el Legislador con mayúscula. De ahí que quien tiene en cuenta la autoridad de tal Legislador considerará cada uno de sus mandatos igualmente importante, porque su valor no depende del que nosotros queramos darle, sino del que les da su Autor.
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