La palabra dogma ha experimentado con el paso del tiempo una transformación similar a la que tantas otras han soportado, de modo que de ser un término amplio en el que había cabida para distintos matices, desde el mandato riguroso hasta la mera opinión, y empleado en distintas esferas, como la secular y la religiosa, terminó por adquirir un sentido estrecho, limitado al ámbito eclesiástico, con un significado reducido a lo absoluto e imperativo.
De esa manera dogma y dogmático vinieron a ser sinónimos de mentalidad intransigente y actitud cerrada e irracional, lo que ha sido ampliamente usado para denigrar al cristianismo y a los cristianos.
Naturalmente
el término tiene un significado noble, ya que la idea de principio y resolución está detrás del mismo, estableciendo una raya de separación entre lo que es verdadero y lo que es erróneo y erigiendo una norma o guía en cuanto a la creencia y la vivencia. La necesidad de tener un norte en la vida es algo absolutamente necesario, so pena de andar dando tumbos sin rumbo ni dirección. En ese sentido es como los autores eclesiásticos antiguos comenzaron a emplear la palabra dogma, al tener que hacer frente a dos grandes enemigos que procuraban la destrucción de la fe cristiana. Uno era el paganismo, con su falsedad politeísta, y el otro la herejía, con su confusión doctrinal.
Pero finalmente el matiz peyorativo del vocablo dogma prevaleció, hasta el punto de convertirse en una de las expresiones que había que rehuir por todos los medios para no ser catalogado entre los retrógrados recalcitrantes enemigos del saber y del progreso.
Pero resulta que
la peor cara de la palabra dogma puede aplicarse también con justicia a quienes presumen de estar en las antípodas de lo eclesiástico más cerril, lo cual no es sorprendente porque los extremos se tocan.
Así es como
el feminismo ha erigido en dogma intocable su proposición de que la mujer tiene derechos absolutos sobre su cuerpo y por tanto posee toda la facultad de decisión para hacer lo que le plazca con el no nacido. Nadie podrá inmiscuirse ni mucho menos legislar sobre esa cuestión, ya que la voluntad de la mujer es el único factor a tener en cuenta.
Este es el dogma de la creencia feminista, no habiendo la más mínima posibilidad de moverlo un solo milímetro ni modificarlo una pizca. Cualquier argumento en contra que se presente, por muy razonado que sea, es rechazado sin contemplaciones ni explicaciones, salvo la alusión al ilimitado derecho de la mujer sobre su cuerpo. Al carecer de un discurso coherente, sostenido y elaborado racionalmente, el feminismo ha fabricado un dogma que en ninguna manera desmerece los peores calificativos reservados para esa palabra.
Uno de los axiomas, o mejor, de los dogmas, de la democracia es el que está expresado en la siguiente frase: Mi libertad termina donde comienza la libertad del otro o mis derechos terminan donde comienzan los derechos del otro. Este principio, que es un dogma en el buen sentido de la palabra, enseña que no hay ningún derecho tan absoluto que pueda estar exento de limitaciones.
El peso del argumento es evidente, porque en el caso de negarlo estaremos abriendo la puerta al absolutismo que fácilmente puede desembocar en el despotismo y la tiranía.
Si alguien está exonerado de someterse a este principio, automáticamente se crea un privilegio que quiebra la norma de igualdad, que es otro de los sanos dogmas de toda democracia. Y si alguien es intocable ¿por qué no puede serlo también alguien más? Con lo cual se entra en una dinámica por la que cada uno puede apelar a su propio criterio para considerarse por encima del gran dogma democrático: Mis derechos terminan donde comienzan los derechos del otro.
Ahora bien, si en el cuerpo de la mujer embarazada existe otro, eso quiere decir que ese otro tiene derechos que no pueden ser pisoteados sin más, porque de hacerse se estará conculcando la sagrada máxima democrática. Si tenemos en cuenta que dentro de los derechos hay una escala de importancia, porque no es lo mismo el derecho a la vida que el derecho a la libertad, ya que el segundo se cae si no está en pie el primero, llegaremos a la conclusión de que en el útero fecundado se confirma o se destruye la esencia de la democracia, aparte de lo que las ideas religiosas puedan enseñar. Y si en el útero fecundado está el origen de todo, también está allí la raíz de la legitimidad o ilegitimidad de la propia democracia.
Si el feminismo quiere ser democrático ha de someterse al equilibrado dogma de la democracia. Si se lo salta deja de serlo para establecer su propio dogma arbitrario. Si la democracia ha de ser plenamente democracia ha de comenzar allí donde todo comienza y no dejarse avasallar ni intimidar por el dogma feminista.
Si la democracia rectamente entendida es una cuestión de educación y formación, entonces el feminismo dogmático necesita ser educado y formado, si no quiere ser aquello que detesta en otros.
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