En un foro organizado por el prestigioso rotativo The Economist en el que el presidente del Gobierno español fue entrevistado sobre la situación en España, salió a relucir la cuestión del separatismo de Cataluña. De forma tajante el presidente dejó zanjado el asunto, en el sentido de que no permitirá que esa región se escinda de España, ya que él está para hacer cumplir la ley.
No es la primera vez que se pronuncia con claridad sobre dicho asunto, al ser una cuestión candente que está ahora mismo siendo un sustancial punto de desencuentro, hasta el extremo de reafirmarse en los términos más categóricos, calificando la unidad de España de innegociable.
La Constitución de 1978 establece 'la indisoluble unidad de la Nación española', unidad que se fundamenta en el proceso que se inició hace algo más de cinco siglos, cuando el matrimonio entre Isabel y Fernando (1469) unió las coronas de Castilla y Aragón, concluyéndose unos años más tarde mediante la conquista del reino musulmán de Granada (1492) y la incorporación del reino de Navarra (1515). Es decir, el peso de esos siglos de historia es lo que refleja el artículo 2 de la Constitución, cuando habla de esa indisoluble unidad de España.
Ahora bien, si esa unidad tiene quinientos años de existencia y en su raíz procede de la unión matrimonial de dos soberanos de reinos diferentes, síguese que se trata de una unidad que tiene un comienzo en un determinado momento y cuya bisagra de unión no procedió de las clases populares o de la identidad social e institucional de ambos reinos, que haría superflua la continuidad de la existencia de los dos, sino que
se trató de una unidad creada mediante un vínculo nupcial.
Castilla y Aragón eran dos retazos de tela que fueron cosidos mediante un casamiento que tuvo que ser sancionado por una bula especial expedida por Sixto IV, ante el impedimento de consanguinidad que impedía la unión canónica de Isabel y Fernando. A todas luces, pues, la unidad de España tiene su origen en la unión o yuxtaposición de dos coronas. Ahora bien, si tal unidad es indisoluble ha de serlo no por razón de la común naturaleza de las entidades que la compusieron, sino en virtud de la cohesión que se quiera dar a la misma. De esa combinación de dos reinos es de donde surge la disparidad y el distanciamiento que se traduce en tensión e incluso conflicto abierto. Una disyunción que quinientos años de unión no han logrado eliminar.
Pero
a pesar de su debilidad inherente y de su relativa duración en el tiempo, la unidad de España es calificada de indisoluble, convirtiéndose para muchos en algo sagrado, una especie de depósito que la Historia nos ha encomendado guardar. Por lo tanto, no preservar tal unidad es sinónimo de traición, al estar la idea de patria por encima de cualquier discusión.
Sin embargo, sí es negociable un asunto que antecede en el tiempo a la formación de España y que no es resultado de una fabricación humana de conveniencia, sino que es algo que tiene que ver con la misma constitución personal del ser humano. Me estoy refiriendo al matrimonio.
No estamos aquí ante una realidad que tiene una duración de unos pocos siglos de existencia, ni ante una entidad fruto de un consenso o acuerdo forjado en una cúpula jerárquica.
Estamos ante algo extendido en el tiempo y en el espacio, desde los albores de la humanidad, sin interrupción en su continuidad, sin importar las diferencias de lengua, costumbres, color de piel o creencias.
Al poner en tela de juicio la exclusiva constitución del matrimonio entre hombre y mujer, no es la naturaleza de tal o cual Estado o Nación, por mucho prestigio que pueda tener, lo que se está poniendo en entredicho, sino la propia esencia de la familia humana.
¿Cómo puede ser innegociable lo secundario y ser negociable lo primario? La respuesta a esta pregunta es que sólo se puede sostener algo así por un fatal desenfoque de percepción que desemboca en el desequilibrio en cuanto a la recta comparación y valoración de las cosas, llegando al extremo de que se puede colar el mosquito y tragar el camello, al estar muy atentos y vigilantes a unas cuestiones y ser ciegos y descuidados ante otras. Muy sensibles hacia determinadas materias y totalmente indiferentes hacia otras. El resultado es que lo indiscutible es discutible y lo discutible indiscutible. O sea, el mundo al revés.
Claro que todas estas contradicciones se explican por la fuerza de lo pragmático. La separación de Cataluña no es negociable porque
incluso la Unión Europea se ha posicionado en contra del proyecto, dado el peligroso precedente que puede sentar en otros países de su seno, mientras que lo del matrimonio sí es negociable, porque los vientos que soplan en otras naciones occidentales van en esa dirección y no conviene dar una nota disonante que fácilmente recibirá la denigrante etiqueta de intolerancia u homofobia. Que es lo último por lo que cualquier gobernante que se precie quiere ser conceptuado.
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