Aquella mañana Pedro se puso en pie delante de la multitud, arremolinada ante el aposento alto a causa del prodigio que se estaba produciendo; el hombre que se planta ante ellos es aquel pescador al que unos años atrás llamara Jesús para convertirlo en pescador de hombres.
En un sentido es la misma persona, su acento, su fisonomía, sus gestos, pero en otro, es alguien totalmente diferente. La autoridad con la que habla no se debe a la fuerza de su carácter, aquella que en otras ocasiones le jugara malas pasadas. La sabiduría contenida en su discurso no la ha aprendido en ninguna escuela de retórica ni es la sabiduría humana que desplegó anteriormente. La teología que penetra sus palabras es auténtica teología, esto es, ciencia de Dios, que no se aprende en ningún aula de clase.
¿Qué ha pasado para que un cambio así haya ocurrido? ¿Cuál es la explicación que da cuenta de esta transformación? El suceso que acababa de acontecer es la respuesta a esas preguntas. El Espíritu Santo se ha apoderado de este hombre y, de pronto, todo lo que hasta entonces era un enigma incomprensible se ha hecho diáfano como la luz del día. Las antiguas profecías y los acontecimientos de los que él ha sido testigo se corresponden entre sí como anuncio y cumplimiento; el mismo prodigio que ha provocado el asombro de la multitud es la promesa que durante siglos había estado aletargada en las páginas de Joel. De repente, todo adquiere sentido y cada una de las piezas encaja perfectamente en su lugar. De ahí el denuedo con el que se levanta y se pone a predicar.
'...A éste entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por mano de inicuos, crucificándole; al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella.'
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Este pescador comprende ahora que lo que antes él estimó como aborrecible e incomprensible, incompatible con el propósito de Dios, obedece precisamente a tal propósito. El rechazo, la entrega y la muerte de Jesús no son producto de la casualidad ni de la mala suerte; no se trata de un accidente fortuito de la historia, ni tampoco el resultado de una conjura humana.
Hay un plan divino, perfecto hasta en sus más mínimos detalles, detrás de todos los acontecimientos. La cruz no es la expresión de algo que se ha malogrado, ni es el fracaso de un proyecto. Ni siquiera es la voluntad permisiva de Dios. La cruz es la voluntad perfecta de Dios. Existió, no porque Dios permitió o consintió que así fuera, sino que existió porque Dios quiso que así fuese.
La frase 'el determinado consejo' no deja lugar a dudas de que en el centro del corazón y la mente de Dios estaba la cruz. Pero no solamente estaba en su designio teórico, también en su voluntad omnipotente; porque una cosa es lo que se planifica y otra lo que se hace; una cosa es lo que se quiere y otra lo que se puede. Pero en Dios y en su plan sobre la cruz, lo que quiere y lo que puede coinciden plenamente, ya que quiere que la cruz exista y mediante su voluntad va a hacer que sea realidad.
La cruz no es el fruto de una contingencia que a Dios se le presentó inesperadamente, producto de un obstáculo maquinado por los hombres en un momento determinado para arruinar sus planes y ante el cual tuvo que intervenir de forma precipitada. Más bien, es algo que en su presciencia ya conoció desde antes de la fundación del mundo. No hay sorpresas. Nada le pilla a contrapié. Todo está perfectamente sincronizado.
Ahora bien, todo esto no quiere decir que los hombres que participaron por activa o por pasiva en la crucifixión de Jesús fueran marionetas sin voluntad en manos invisibles. Aquel musical de los años setenta titulado
Jesucristo Superstar quiso presentar de esta manera a Judas Iscariote, como alguien abocado a hacer lo que hizo y por tanto víctima de una fuerza superior y exento de responsabilidad. Pero la falsedad de este planteamiento ya la desmontó Pedro veinte siglos antes, al afirmar que fueron 'manos de inicuos' las que crucificaron a Jesús. No manos irremediablemente teledirigidas para cometer aquel crimen, sino manos movidas por la malvada voluntad de sus dueños.
Es decir,
la soberanía de Dios y la libertad humana, una junta a la otra, convergen en la cruz. La cruz es el resultado de la sabiduría, poder y amor de Dios; y la cruz es la consecuencia de la maldad y perversidad de los hombres. En la cruz concurre lo que Dios quiere y lo que los hombres quieren, estando la diferencia en la motivación.
La motivación de Dios es la salvación de muchos; la motivación de los hombres es la destrucción de Jesús. Y Dios usará la libre motivación de los hombres para cumplir su soberana motivación.
Todo esto es lo que Pedro, el pescador transformado, proclama ante aquella multitud que le escucha atónita. Es la palabra del evangelio, la palabra de la cruz. Una palabra que nos confronta con nuestra responsabilidad. Pero también una palabra de vida y salvación para entonces, para ahora y para siempre.
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