No sabemos cuándo vivó el profeta, aunque probablemente fuera en los tiempos inmediatamente anteriores al derrumbe del reino de Judá, cuando la descomposición de la nación ya hacía vislumbrar que la tragedia revoloteaba alrededor, cual ave de presa sobre su víctima. En cualquier caso, lo cierto es que Habacuc vivió en un periodo de profunda crisis, muy parecido al que nosotros estamos viviendo actualmente.
No es que el profeta fuera un pesimista irredento; es que la realidad era que, mirara adonde mirara, por todas partes veía motivos para afligirse. En ese sentido, no estaba solo, porque algunos de sus colegas más destacados, como Jeremías o Sofonías, hacían también un análisis parecido del estado de cosas del que estaban siendo testigos. En su doble condición de siervos de Dios y de patriotas, les dolía en lo profundo de su corazón ver el lamentable estado en el que la nación yacía postrada. La inutilidad y perversidad de sus gobernantes no permitían albergar esperanzas humanas y la degradación continua del pueblo tampoco.
Había los que, a pesar de todo, y sin querer ver la realidad, procuraban autosugestionarse y sugestionar a los demás, en un optimismo infundado e insensato, de que las cosas mejorarían y de que los vaticinios que hablaban de un desastre que estaba por llegar, eran solamente producto de la imaginación calenturienta de unos pocos alarmistas fanáticos aislados. Entre esos optimistas estaba la plana mayor del
stablishment religioso. Los principales jefes espirituales de la nación estaban comprometidos, en su línea oficial, con el apoyo a unas instituciones y personas que hacían agua por todos lados. Incluso sus portavoces más conspicuos vendían mensajes de esperanza, de victoria y de futuro halagüeños, que en definitiva eran lo que todo el mundo quería escuchar. Aunque en realidad eran más eslóganes y frases hechas que otra cosa; consignas y retórica, para mantener las expectativas e intentar sostener algo cuyas grietas amenazaban ruina.
En el horizonte inmediato se divisaba la amenaza externa de la guerra, traída por pueblos extranjeros cuya capacidad de destrucción era tan grande que intentar frenarlos parecía una empresa poco menos que imposible. Eran pueblos pujantes, emergentes, llenos de energía y dispuestos a todo, con tal de extenderse y conquistar territorios. En su comparación, el decadente reino de Judá, sin fibra moral, sin norte, carcomido por la degradación y sin dirigentes capaces, era terreno propicio para ser engullido fácilmente.
Pero no vayamos por delante de los acontecimientos. Lo que Habacuc en un primer momento está percibiendo no es el peligro externo, sino el interno, el de una nación en fase aguda de descomposición. Una descomposición que no es tanto política como moral, porque lo que está siendo socavado son los principios en cuyo fundamento se basó en su día el nacimiento y continuidad de la nación.
Unos principios que en realidad son universales, porque la ley, la justicia y la verdad no son patrimonio exclusivo de tal o cual pueblo, sino de cualquier pueblo que tenga un mínimo de discernimiento natural, aunque la nación de Habacuc, en particular, tenía la ventaja de que tales principios los había recibido refinados de toda mezcla y degradación humana. Por eso su condición era de mayor responsabilidad que la de otros pueblos, ya que la luz que había recibido se volvía como testigo de cargo en su contra, a causa de su ciega obstinación.
En labios de Habacuc hay dos preguntas, solo dos, pero que tal vez son las más extendidas y las que primero brotan en el corazón humano, cuando queda desgarrado ante la contemplación de lo que no quisiera ver, pero que está viendo. Tales preguntas son ¿Hasta cuándo? y ¿Por qué?
¿Hasta cuándo -le dice a Dios- vas a permanecer sordo al clamor, e inactivo ante lo que demanda acción? Es como si le dijera ¿No te das cuenta de lo que está sucediendo? ¿Cómo puedes permaneces de brazos cruzados sin hacer nada? Y es que no era para menos, porque a lo que asistía Habacuc era a una hegemonía de la maldad en todos los ámbitos de la vida. Se habían desencadenado fuerzas de iniquidad que convertían la vida cotidiana en algo insufrible, hasta el punto de que lo que podía contenerlas o derrotarlas, estaba siendo vencido por ellas.
En efecto, Habacuc es testigo de cómo la ley es minada, hasta el punto de quedar sin fuerza y desvirtuada; de cómo la justicia y su ejecución no tienen permanencia ni consistencia, porque hay un hostigamiento continuo de lo malo sobre lo justo y un avasallamiento constante de lo perverso sobre lo recto, con el resultado de que las leyes y la justicia consecuentes son expresión de esa iniquidad imperante.
¿Contestará Dios al clamor de Habacuc? ¿Hará algo al respecto, para salvar lo que humanamente es insalvable?...
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