El terremoto que había tenido su epicentro en Francia con la Revolución Francesa, unas décadas antes, producía sus réplicas en Alemania, Italia, Hungría y España, entre otros países, con mayor o menor intensidad.
A consecuencia de esa sacudida dos grandes instituciones, representativas del poder en Europa durante siglos, cayeron, en el lapso de la vida de Van Prinsterer, para no levantarse. Una fue el Sacro Imperio Romano Germánico, que quedó abolido en 1806 y otra fue la Inquisición, que en su vertiente española fue suprimida en 1843. Todo un síntoma de que los tiempos habían cambiado. El absolutismo político y religioso había muerto.
Durante su infancia y juventud Van Prinsterer había crecido en una atmósfera religiosa nominal, la religión de sus padres, un protestantismo heredado, estando satisfecho con ella. Pero al ir a Bruselas en 1828 para resolver ciertos asuntos que el rey de Holanda le había encomendado, entró en contacto con Merle d´Aubigné (1794-1872), quien era la cabeza del movimiento evangélico conocido como
le Réveil (el avivamiento), que había comenzado en Suiza bajo Robert Haldane (1764-1842). A consecuencia de ese encuentro la vida de Van Prinsterer quedó transformada, siendo convertido al evangelio. A partir de ese momento todas sus ideas quedaron impregnadas por una nueva manera de ver las cosas. También las cuestiones políticas.
Van Prinsterer se había graduado en derecho y era además un competente historiador, conocedor especialmente de la historia de su país. Pero también era un patriota que amaba a Holanda.
Al estudiar las raíces de la Revolución Francesa percibió las letales semillas de las que era portadora y los peligros asociados con ella. Como resultado publicó su libro Ongeloof en Revolutie (Incredulidad y revolución) en 1847. No es que Van Prinsterer fuera un reaccionario o un nostálgico de los tiempos pasados; no podía serlo, porque siendo holandés sabía muy bien, por la historia de su país, lo que significaba el Sacro Imperio y la Inquisición, el despotismo y el absolutismo. Holanda había sufrido demasiado como para olvidar la lección. Sin embargo, no fue un ingenuo que recibió con los brazos abiertos los cambios que la Revolución traía, ya que en los mismos apreció una raíz anticristiana por excelencia. Y a partir de ahí se dedicó a combatir los efectos devastadores que podía producir en la vida de los individuos y de su nación.
En su libro, que originalmente fue una serie de conferencias, desarrolla la tesis de que la Revolución Francesa fue el resultado directo de la incredulidad que el escepticismo de la Ilustración había ido sembrando. El entronizamiento de la razón humana había sido posible gracias a un movimiento de apostasía y de rebelión contra Dios.
No es que Van Prinsterer fuera un antirrevolucionario por principio, porque en su obra distingue entre las revoluciones de Inglaterra y de América y la de Francia, cuando, recogiendo las palabras de Stahl (1802-1861) afirma:
´La libertad de Inglaterra y de América respira el espíritu de los puritanos; la libertad de Francia el espíritu de los enciclopedistas y jacobinos.´ Es decir, el origen de la primera tuvo raíces cristianas, mientras el de la segunda anticristianas. Aunque aparentemente todas las democracias parecen ser iguales, en realidad no es así; aunque parece que no hay más que una clase de libertad, en realidad hay más de una, según sea su origen. Y un poco más adelante escribe:
´Por cierto que no somos opuestos a cada revolución. También conocemos las fechas 1752 y 1688. A lo que nos oponemos es a la Revolución… el derrocamiento sistemático de las ideas por medio del cual el Estado y la sociedad, la justicia y la verdad se fundan en la opinión humana y en la arbitrariedad, y no en las ordenanzas divinas.´
Pero el problema que Van Prinsterer detecta no es solo el ataque directo de la Revolución contra el cristianismo, sino también contra la misma noción de derecho, cuyos fundamentos socava y destruye. Uno de esos fundamentos es el principio de legitimidad, que para hacerlo saltar por lo aires se sembró de minas el terreno de la teología, la teoría política, la literatura y la educación. De manera que el resultado de esta confrontación lo describe de esta manera:
´Existen materias sagradas, inviolables, legítimas que puestas bajo los escudos de la justicia reconocida universalmente, no deben jamás ser cambiadas, y no pueden ser sacrificadas por ninguna voluntad humana.
Este es el principio de legitimidad en su más alta universalidad.
No existe la justicia universal. Nada es sagrado, inviolable, legítimo. Todas las leyes pueden ser cambiadas a voluntad del soberano, y el más fuerte es el soberano. Todos los derechos pueden ser sacrificados en pro del bienestar general, y bienestar general es aquello que definimos a nuestro gusto. Ahí tenéis el principio de la ilegitimidad, o de la Revolución en todo su alcance colosal.´
Si no fuera porque Van Prinsterer lleva muerto más de un siglo, parecería que quien así habla es alguien a quien podemos encontrarnos al doblar la esquina de la calle, tal es la actualidad que poseen sus palabras.
Pero no se conformó simplemente con señalar los errores y graves perjuicios de aquella Revolución, sino que mostró también dónde estaba la solución para ese peligroso estado de cosas:
´¿Qué se puede aprender de la experiencia de la era revolucionaria? Que el hombre, sin Dios, aún con las circunstancias a su favor, nada puede hacer sino obrar su propia destrucción. El hombre debe romper el círculo vicioso revolucionario: debe volverse a Dios cuya sola verdad puede resistir el poder del error. Si alguien considera que esta lección trascendental de la historia es más un lamento sentimental que un consejo para la política está olvidando que el poder del Evangelio para la realización del orden, la libertad y la prosperidad ha sido demostrado por la historia del mundo. Tenga presente que todo lo que es útil y beneficioso para el hombre, es promovido por el temor de Dios, y es frustrado por la negación de Dios. Debe tener presente especialmente que la teoría revolucionaria fue un desarrollo del germen de la incredulidad, y que la planta ponzoñosa cultivada por la apostasía se marchitará y asfixiará en una atmósfera de avivamiento de la fe.´
Van Prinsterer fue miembro del parlamento de su país, levantando su voz en público para defender sus convicciones cristianas. Cuán necesario sería hoy que en el parlamento español, y en muchos otros foros, hubiera alguna voz semejante a la suya. Aunque es obvio que sería una voz clamando en el desierto.
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