Sí, la mala burocracia es esa montaña de papeles fríos e impersonales, tal vez perdidos en algún despacho o en algún cajón, o peor, en manos de funcionarios desinteresados que nunca podrán percibir que detrás de esos papeles hay personas de carne y hueso, esperando, anhelando, una resolución a la solicitud, tal vez dramática, planteada.
¡Ah! De haber vivido Dante en nuestros días no lo hubiera dudado ni un segundo y en alguno de sus círculos infernales hubiera incluido un recinto dedicado a pormenorizar el sufrimiento inaudito que la burocracia de la mala voluntad y la desidia pueden producir. Seguramente al cargo de ese recinto habría puesto a algunos demonios informatizados, porque la tecnología no ha conseguido eliminar la mala burocracia. Aunque los bytes viajan en los chips electrónicos a la velocidad de la luz, la lentitud de las resoluciones es desesperante, porque depende de un órgano que no es electrónico: la voluntad, la mala voluntad.
Estoy firmemente convencido de que en el auténtico infierno, con permiso de Dante, hay un recinto con demonios-burócratas entrenados especialmente para torturar eternamente a los condenados. Una buena razón para evitar, por todos los medios, ir allá.
Y entre los grandes motivos por los que anhelo el cielo y que venga el Reino de Dios es que allí no habrá burocracia. No ya mala burocracia, sino ni siquiera burocracia en sí. Si entre los tormentos de los condenados estará rellenar indefinidamente formularios que nunca tendrán respuesta, en un deambular interminable de ventanilla en ventanilla, con funcionarios mareándote, entre los consuelos de los bienaventurados estará el saber que nadie, nunca, les pedirá ningún papel para demostrar nada. El único papel que allí habrá será el del libro de la vida, donde están registrados sus nombres, acreditando su derecho, por la muerte expiatoria del Cordero de Dios, para estar allí. ¡Qué felicidad! ¡Qué éxtasis! ¿Cómo no anhelar las cosas de arriba, sabiendo que allí no habrá burocracia?
El caso es que conozco a un inmigrante, al que llamaré Juan, que vino hace unos años a España para trabajar y poder mandar algo de dinero a su familia en su país. Pero mientras estaba aquí se le presentó una grave enfermedad, que lo dejó incapacitado para trabajar. Durante unos meses vivió del paro, hasta que éste se acabó. Pero un poco antes de que se le acabara acudió a un centro de servicios sociales, para solicitar ayuda. Allí le dijeron que mientras estuviera cobrando no podía solicitarla.
Aunque la lógica natural nos dice que la solicitud debiera presentarse antes de quedarse sin recursos, la lógica de la burocracia dice que sólo una vez que se está sin recursos es cuando hay que hacerlo. Pero entonces ¿de qué come Juan, hasta que salga la resolución? Pero como hay que pasar por el aro, una vez que Juan se quedó sin nada acudió otra vez al centro de servicios sociales. Entonces le presentaron un montón de papeles a cumplimentar para demostrar su incapacidad física, su situación laboral y su falta recursos. Tendría que recorrer diversas oficinas gubernamentales y bancarias que certificaran todas esas cosas.
Una vez conseguidos todos los documentos, Juan, se presentó de nuevo en servicios sociales, imaginando que ya estaba todo resuelto. Pero en realidad se encontraba no al final, sino al principio de su singladura, pues a partir de ese momento es cuando se formalizaba su solicitud de ayuda, la cual podía demorarse, le dijeron, hasta tres meses. En una declaración jurada se le preguntaba con cuántos ingresos mensuales contaba. Cuando fue a poner cero, se le advirtió que no podía poner esa cantidad.
La verdad descarnada es que Juan recibía cero euros en ingresos, pero los burócratas no admitían que se pusiera eso en el papel. Así que tuvo que fingir que tenía ingresos, para poder recibir una ayuda por no tener ingresos.
Meses después Juan era citado. ¡Qué alegría! Seguramente se trataba de la concesión de la ayuda. Pero, oh desilusión, la cita era para que volviera a presentar el extracto bancario de los últimos tres meses. Tal vez, imaginaron, le podía haber tocado la lotería en el intervalo y se había hecho millonario, o tal vez podía haber recibido una herencia de algún tío en América. Lo cierto es que este nuevo papel ponía en marcha, otra vez, la maquinaria voraz de la burocracia, con toda la demora de tiempo que eso conlleva.
Juan comenzó su proceso de solicitud de ayuda en marzo de 2009; a estas alturas, diciembre de 2009, todavía está esperando respuesta de servicios sociales.
Mientras tanto, unos piratas en el Océano Índico han conseguido unos millones de euros haciéndole chantaje al gobierno español, que, temeroso de que el asunto le pasara una factura política excesiva y hasta acabara socavando sus ya maltrechos cimientos, se ha rendido ante estos delincuentes, cediendo a todas sus exigencias. ¡Qué cosas! El pobre Juan, incapaz de matar una mosca, espera y espera lo que nunca llega, ya que su caso no hará tambalearse a ningún gobierno; los piratas, con metralletas y granadas, han conseguido su propósito. Juan es un caso clamoroso de la derrota de la necesidad apremiante; los piratas un ejemplo escandaloso del triunfo de la extorsión. El primero sigue con las manos vacías; los segundos están con las manos llenas. Tal vez Juan debiera cambiar de táctica: ponerse un parche en el ojo, enarbolar un trapo negro con una calavera y, con una pistola de juguete que simule ser verdadera, irrumpir en las oficinas de servicios sociales, tomando a alguien como rehén. Es posible que entonces le hagan caso. ¡Qué triste!
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