Sin embargo, esa misma Constitución puede ser perfectamente cambiable cuando así sea menester. Y si a alguien se le ocurre decir que tal o cual propuesta es inconstitucional, enseguida surge la réplica:
´Es que la Constitución no es la Biblia´, dándose así por sentado que estamos ante un texto sujeto a cambios como todo lo que es humano. La referencia a la Biblia remacha además la alergia por todo lo que sea fijo e inconmovible. Según esta postura todo está abierto y nada es definitivo. En resumen, según sea lo que nos traigamos entre manos, para unas cosas la Constitución es sagrada e intocable, pero para otras es totalmente modificable.
Por ejemplo, en la cuestión de
la sucesión al trono de España la Constitución no es la Biblia, porque establece que en el orden de prioridad al cargo de Rey es preferible, en el caso del mismo grado de parentesco, el varón a la mujer. Si todavía no se ha modificado ese artículo 57 de nuestra Carta Magna es para no entrar en colisión con hechos ya consumados, esto es, que el Príncipe Felipe, menor en edad que sus dos hermanas, ya fue declarado hace bastantes años heredero al trono. Pero de no ser por tal circunstancia ese artículo habría sido modificado para estar en consonancia con una de las ideas motrices de nuestro tiempo: que no puede haber ningún caso de discriminación por razón de sexo. Y si alguien se atreviera a señalar la inconstitucionalidad de que una hija del Rey acceda al cargo en vez de su hermano menor, aparte de ser considerado un cavernícola, se le espetará:
´Es que la Constitución no es la Biblia´.
Pero, por otro lado, si los padres de Mari Luz Cortés o Marta del Castillo realizan una recogida de firmas para que a los autores de determinados asesinatos se les imponga
la cadena perpetua, recibirán de las autoridades pertinentes una rotunda negativa basada en el siguiente argumento:
´La cadena perpetua es inconstitucional´, queriendo con esa palabra, inconstitucional, hacerles entender la imposibilidad de ir más allá de lo que la Constitución permite. Esa palabra sería el escudo en el que esas autoridades se refugiarían ante la solicitud que se les hace, dando la sensación de que ellos, aunque comprenden el drama y hasta la posible justicia de la demanda interpuesta, no pueden hacer nada, estando sujetos más que nadie a lo que la Constitución dice. Da igual que se hayan conseguido millones de firmas de ciudadanos que apoyan esa medida. La Constitución, aquí sí, marca un tope infranqueable. O sea, que es como la Biblia. Y así llegamos a la paradoja de que las mismas personas que no quieren que la Constitución sea como la Biblia, sí quieren que la Constitución sea como la Biblia.
Si cuando se trata de proponer la cadena perpetua la Constitución es como la Biblia, no hace falta ser muy sagaces para intuir qué sería esa misma Constitución si se tratara de proponer
la pena de muerte. Entonces nos quedaríamos cortos en calificativos, porque ni siquiera la palabra Biblia sería suficiente para describir la inviolabilidad del principio establecido en el artículo 15:
´Queda abolida la pena de muerte…´ Algo asociado con la Inquisición en lo religioso, con la represión en lo político y con la intolerancia en lo ideológico no puede tener cabida, jamás, en nuestro ordenamiento jurídico. Otras cuestiones serán debatibles: si España debe ser Monarquía o República, si el Ejército debe ser el garante del orden constitucional o no, si el Estado debe ser federal, centralista o autonómico, si Cataluña o el País Vasco tienen derecho a la autodeterminación o no, si el matrimonio es cosa entre hombre y mujer o no. Y si hace falta hasta podemos poner en entredicho si dos y dos son cuatro. Pero que a nadie se le ocurra, no ya digo proponer, sino imaginar, pensar, conjeturar, que la pena de muerte puede ser una remota posibilidad. De alguna manera en esta cuestión está el Sancta Sanctorum de nuestra Constitución.
En la abolición de la pena de muerte estaría resumida toda una concepción de la justicia, el derecho, la libertad, la dignidad y la moral que son innegociables. Y aquí no se retrocede ni un milímetro, ni hay cabida para interpretaciones, ni sitio para posibles eventualidades.
Hasta tal punto llega nuestra militancia abolicionista que hacemos campaña contra los gobernantes de países que la mantienen en sus códigos penales, mostrando su crueldad, inmoralidad e inhumanidad. Los denunciaremos, ridiculizaremos, denigraremos y condenaremos sin importar si son dictadores o demócratas, si están movidos por principios de justicia o por abuso de poder. Da lo mismo. Por definición, la pena de muerte ha de ser erradicada del mundo entero.
Pero he aquí, que todo nuestro celo abolicionista, de pronto, se vuelve contra nosotros cuando descubrimos que nuestro propio sistema jurídico sí permite la pena de muerte en determinados casos, el entorno social la comprende y determinados grupos de presión la alientan. Y hasta se combate con todos los medios disponibles a aquellos que quisieran que la misma fuera abolida. De manera que llegamos a una contradicción insuperable: los abolicionistas son apologistas. ¿Cómo puede ser? ¿Dónde está la vía de agua por la que se nos escapa el abolicionismo y se introduce la apología? La respuesta es una palabra: aborto. Y aquí, en esta cuestión, sí se echa por tierra toda una concepción de la justicia, el derecho, la libertad, la dignidad y la moral. Sin tribunales, sin abogados, sin garantías, los sentenciados a muerte, sin sentencia judicial, son exterminados de manera cruel e inhumana. Sin un atisbo de sombra del humanitarismo que se ejerce hacia transgresores y delincuentes.
¡Toda una expresión de la condición de nuestra sociedad, que defiende a muerte a criminales y entrega a muerte a inocentes!
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