Comienza el nuevo curso y, tras unos meses de silencio dedicados a adaptarme al exilio transatlántico, me reincorporo a este lugar. Permítaseme, pues, que recapitule algunas cuestiones que me parecen más oportunas que nunca.
Hace años, cuando todo parecía risueño en España,
anuncié que estallaría la crisis con ZP. Mi advertencia cayó muy mal en ciertos círculos hasta el punto de que incluso se impidió que pronunciara una ponencia en ese sentido. Pero el sol no se puede tapar con un dedo. La crisis estalló en España por razones propias y un año antes que en el resto del mundo. No me equivoqué.
Hace años también que comencé a anunciar que el nacionalismo catalán, a pesar de la buena fe de algunos de sus seguidores, es una sentina de corrupción de dimensiones verdaderamente tercermundistas. También ese anuncio ha sido acogido con no poca agresividad y se ha intentado silenciar lanzando sobre mi los calificativos más diversos incluido el de franquista, una afirmación que sólo puede venir de la mala fe, de la ignorancia o de la estupidez porque, a diferencia de tanto demócrata posterior a 1975, a mí me salvó de ir a la cárcel bajo la dictadura sólo el hecho de que el general murió en noviembre del citado año. De haber expirado en enero de 1976, su muerte me habría sorprendido en prisión. Pero, por volver al asunto, Jordi Pujol este verano ha contado una parte ínfima de sus corrupciones y, aunque algunos persistan en negarlo, los hechos son claros y contundentes. No me equivoqué.
Hace años también anuncié que el actual gobierno no lograría la ansiada recuperación con la política que está llevando a cabo. No es tampoco noticia grata, pero, a pesar de la insistencia de los medios por anunciar lo contrario, la realidad también es la que es.
A día de hoy, estamos endeudados a niveles históricos, entre otras razones, porque se ha seguido, sustancialmente, la política económica de ZP y los resultados, por mucho que se maquillen, no pueden ser buenos. No me equivoqué.
Como colofón – también llevo anunciándolo años –
la política se ha ido radicalizando no porque hubiera razones objetivas para ello sino porque las diferentes castas privilegiadas – desde la iglesia católica a los partidos políticos pasando por el sistema financiero o las organizaciones sindicales – no han dejado de ordeñar a la vaca hasta el punto de arrastrarla a la agonía.
Corriendo por enésima vez el riesgo de provocar la cólera de los más diversos círculos, me veo en la obligación de anunciarlo: que nadie espere soluciones que vengan de los políticos o de los que les marcan la agenda. No las tienen y si las intuyen ocasionalmente, no las van a aplicar porque chocan directamente contra sus intereses. ¿Y entonces?
Permítame el amable lector que lo conduzca por unos instantes al evangelio de Lucas capítulo 3 y versículos 1 y 2. Aparte de por razones historiográficas, Lucas describe el panorama del poder en un momento concreto por causas fundamentalmente espirituales. En la cúspide estaba Tiberio. Era un viejo decrépito, pero, sobre todo, moralmente corrupto. A esas alturas, las mujeres – y los hombres – le atraían ya tan poco que se había pasado a la paidofilia y tenía un grupo de niños de los que abusaba sexualmente y a los que denominaba sus “pececitos”. Su delegado en Tierra santa no era mejor. Se llamaba Pilato y era conocido por considerar que la única política realista era el terror inesperado. “Un palo cuando menos se lo imaginan” podía ser el lema de gobierno de Pilato. Quizá hoy otros dirían “un palo al bolsillo del contribuyente siempre que se pueda que para eso están las cuentas en Andorra”, pero el panorama no es para lanzar cohetes. Para colmo, a un nivel inferior, en el plano local, la visión era peor si cabía. En la época de Herodes, Roma era consciente de que en el poder estaba alguien desalmado, pero, al menos, listo. A la muerte de Herodes, no quedó más remedio que dividir el reino en pedazos porque los hijos del finado no sólo eran tan malos como su padre sino que además eran unos inútiles. Con ese panorama, había que ser muy malos o muy estúpidos como para pensar que de semejante engranaje podía esperarse algo bueno.
Pero
Lucas deja para el final a las autoridades religiosas. Era una casta corrupta, codiciosa y soberbia cuyos máximos representantes se llamaban Anás y Caifás. Al templo iba gente decente, pero la casta sacerdotal dejaba mucho, pero mucho que desear. Me da lo mismo si en los paralelos, el lector los identifica con la Conferencia episcopal o con la FEREDE. De lo que no cabe la menor duda es de que Lucas no esperaba tampoco nada bueno de gente que había convertido la religión en su profesión, que intentaba monopolizar a Dios y que temía cualquier anuncio profético como a un nublado por si turbaba el plácido disfrute de su chiringuito. Ése era el panorama y entonces es cuando Lucas señala que,
precisamente en ese contexto, Dios levantó a Juan el Bautista para que pronunciara un mensaje sencillo, pero contundente: “Convertíos porque el Reino de Dios se acerca”.
Tengo la absoluta convicción de que
ese es el mismo mensaje que el pueblo de Dios en España debe anunciar en estos momentos. “No esperéis nada de Tiberio, de Pilato, de los sucesores de Herodes y menos si cabe de Anás y Caifás. Volveos a Dios en conversión porque su Reino se acerca y como siempre que ese Reino se acerca vendrá con bendición si hay conversión o con juicio en el supuesto contrario”.
No espero que este anuncio agrade en ciertos círculos. Otros que realicé con anterioridad causaron más bien malestar, pero ese malestar no impidió que todo sucediera como había sido anunciado. Ahora la tarea imperiosa no es la de buscar la foto con los políticos, la subvención o qué hay de lo mío. Eso queda para los hijos de Herodes, para Anás y para Caifás. La misión ineludible es gritar a los cuatro vientos en España: “convertíos porque el reino de Dios se acerca”.
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