En las anteriores entregas, me he detenido someramente en cuestiones relacionadas con la economía del Reino como su punto de partida, su relación con los pobres o su enseñanza sobre el trabajo. Llegamos ahora a la cuestión relativa a las posesiones materiales. Para personas como las que redactaron los documentos episcopales de Medellín y Puebla – en las últimas décadas pocas veces habrá desbarrado más a conciencia un grupo de obispos causando más daño a un subcontinente – las posesiones materiales andan a distancia escasa del Diablo si es que no totalmente bajo su control. La afirmaciones de este tipo tienen su aquel porque el hecho de que los representantes de una de las instituciones más acaudaladas del orbe se dediquen a pontificar sobre lo que poseen los demás clama, literalmente, al cielo. Pero no nos desviemos. Quisiera iniciar esta subdivisión refiriéndome a una parábola especialmente importante a la hora de abordar el tema y que, por regla general, se interpreta de manera harto discutible. El texto en cuestión se halla en Lucas 12: 16 ss.
La historia es conocida por casi todos. Un hombre tiene un resultado excepcional en sus negocios y se percata de que tendrá que ampliar los almacenes para dar cabida a los buenos resultados. No sólo eso. Además llega a la conclusión de que, en adelante, su vida será un camino de rosas. Gracias a sus posesiones materiales, podrá disfrutar de una existencia regalada y feliz. Pero – aquí viene la moraleja – esa noche reclaman su alma y su futuro no es el que esperaba.
Por regla general, esta parábola se explica aduciendo que la persona se enriqueció y entonces, cuando menos lo esperaba, se murió y no pudo disfrutar nada. Si el predicador es un vivales incluso puede que aproveche algún versículo para decir, sugerir o afirmar que si el rico – o no tan rico - que lo oye se descargara de una parte de sus riquezas en favor de la iglesia quizá el resultado de su vida no sería tan desagradable. En otras palabras, si soborna a Dios dando dinero a los que dicen representarlo, tendría la posibilidad de vivir algo más en este mundo disfrutando de sus riquezas. Adelanto que la interpretación es insostenible aunque ha resultado muy beneficiosa para algunos estamentos eclesiales en el pasado, en el presente y – me lo temo – en el futuro. En realidad, la parábola se asemeja bastante a una pavorosa historia de terror.
De entrada, Jesús no censura el enriquecimiento del protagonista de su historia. No se dedica a escupir afirmaciones demagógicas diciendo que si el rico es rico es porque otros son pobres, o señalando que cuando ganas dinero es porque, de alguna manera, quebrantas la ley o censurando que obtuviera beneficios. El silencio de Jesús, por el contrario, indica que se puede obtener muy buenos rendimientos y que éstos no necesariamente tienen una mala connotación. A decir verdad, es lo que se esperaría cuando alguien trabaja. Pero, ante la vista de sus beneficios, el hombre de la parábola no sabe asimilar correctamente la situación. Por el contrario, su vida pasa a estar centrada totalmente en ese aspecto material. Son las cosas las que van a decidir su existencia, las que lo harán muy feliz, las que le otorgarán la dicha. Puede prometérselas muy felices. Y entonces… no, no se muere. Reclaman su alma. ¿Quién? Las cosas.
Las mismas cosas que pensó que le convertirían en un ser dichoso; las mismas cosas que pensó que le alegrarían el futuro; las mismas cosas que pensó que lo arrullarían en un dichoso porvenir son las que reclaman su alma. Es entonces cuando todos descubrimos que aquel hombre es un necio, un estúpido, un majadero integral. Sin embargo, no es una excepción.
Mire en derredor suyo el lector. ¿Qué ve? Ve a una familia que soñó en la felicidad si lograba tener una vivienda propia, a un joven que se sintió el amo del mundo al adquirir un automóvil, a una mujer que se vio como la reina del barrio gracias a unos zapatos, un bolso o un vestido. Observe un poco más el lector. La familia que pensó tener una vivienda en realidad es “tenida” por un banco o una caja durante los próximos treinta años. El joven que creyó comprar un automóvil ha vendido sus horas de vida para aferrarse al volante. La mujer no sólo no se ha convertido en la emperatriz de la zona sino que, muy pronto, comprende que tendrá que sustituir lo comprado.
Todos y cada uno de ellos – podría multiplicar los ejemplos – creyeron que poseían las cosas y que éstas los harían felices. ¡Idiotas! Son las cosas las que los poseen a ellos y talan así cualquier posibilidad de felicidad auténtica que pudieran encontrar. Por supuesto, ni hipotecarse para pagar una vivienda, ni adquirir un automóvil ni ir a la moda está mal en si, pero cuando uno lo cree y otorga a las cosas esa importancia no sólo está dando muestras de ser un completo imbécil sino que además se ha colocado en el camino de la servidumbre porque, como muy bien dice un refrán castellano, “el dinero es un buen siervo y un mal amo”.
La parábola de Jesús no se aplica sólo a los acaudalados. Su protagonista es un rico en la medida en que sirve de ejemplo más fácil de entender, pero la enseñanza no se limita a los que cuentan con una robusta cuenta corriente. Se extiende a todos los seres humanos sin excepción y les formula preguntas tajantes: ¿dónde has colocado tu esperanza de felicidad? ¿dónde reside el centro de tu vida? ¿de dónde esperas que venga tu mayor alegría? ¿dónde tienes situado tu corazón? Si la respuesta es que en las cosas materiales, eres un estúpido mayúsculo y no porque te puedas morir en cualquier momento – eso nos puede suceder a todos – sino porque las cosas te han reclamado y ya te tienen en su poder. Además de ser su esclavo y un estúpido, lo más seguro es que, salvo momento fugaces, tampoco encuentres la dicha.
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