En la entrega anterior me referí al escepticismo – por no decir abierto pesimismo – con que las Escrituras contemplan a los reinos de este mundo. Lógicamente, y como consecuencia directa, su visión de los impuestos no es mejor.
No es que niegue su necesidad, es que es muy realista sobre la fiscalidad.
De entrada, la carga impositiva que debía soportar el pueblo de Israel así como la manera de emplearla estaban establecidas específicamente en la Torah. Consistía en el diezmo de lo recibido(Deuteronomio 14: 22) que debía distribuirse de la siguiente manera trienal: los dos primeros años, el contribuyente debía consumir ese diezmo en honor de Dios que lo había ayudado económicamente para recordar que todo se lo debía a El (Deuteronomio 14: 23).
En el caso de que no resultara posible desplazarse hasta el santuario para llevar a cabo ese consumo, la Torah establecía que se podía transformar en metálico y gastarse de la misma manera, en el disfrute personal y familiar en recuerdo de la misericordia de Dios (Deuteronomio 14: 24-26).
En el tercer año, sin embargo, ese diezmo debía destinarse a lo que ahora denominaríamos fines religiosos y sociales, es decir, se entregaba a los levitas y a los menesterosos por antonomasia, los huérfanos y las viudas (Deuteronomo 14: 27-29).
Acostumbrados a una sociedad en que amplios sectores no pagan impuestos directos –y así engrosan las clientelas de los partidos políticos– y otros ven incrementada su contribución en cascada, la disposición de la Torah parece chocante y, sin embargo, si se reflexiona bien, resulta enormemente sabia.
Todos, absolutamente todos, los israelitas pagaban el diezmo de tal manera que resultara obvio que todos, absolutamente todos, estaban obligados y que todos, absolutamente todos, debían lo que disfrutaban a Dios. Pero, en segundo lugar, la tasa era igual porque el diez por ciento del acaudalado siempre es mucho más que el diez por ciento del aparcero.
No respetar ambos principios tiene repercusiones perversas en nuestros actuales sistemas tributarios como que, por abajo, exista no pocas veces una irresponsabilidad fiscal unida a la creencia de que sólo se tiene derecho a recibir y, por arriba, se logren crear mecanismos legales para eludir el pago de unos impuestos que, ciertamente, son disparatados.
De esa manera, excluidas castas privilegiadas y masas aclienteladas, es la sufrida clase media la que soporta una carga creciente. Para terminar de complicar el panorama, hace años, un economista llamado Laffert ideó una curva que demostraba como, a partir de cierta presión impositiva, no se recaudaba más sino menos simplemente porque los contribuyentes, agobiados, decidían no pagar. Pero no nos desviemos.
Quedémonos con lo esencial que es que nuestros sistemas impositivos no son, desde luego, lo que vemos en la Biblia.
No sólo eso.
Las Escrituras dejan de manifiesto que el poder político, por definición y aunque intente caminar del lado de Dios, tiene una tendencia intrínseca, propia de su naturaleza caída, a gastar y, por ello, a subir los impuestos.
En I Samuel 8, donde se narra cómo Israel se empeñó en tener un rey como todas las naciones, también se nos describe cómo el profeta Samuel intentó advertir, por cierto infructuosamente, de las consecuencias de un acto semejante. Entre otras consecuencias, estaría que el monarca acabaría privando de lo mejor de sus bienes inmuebles a los súbditos (v. 14), que se quedaría con el diezmo de su producción para mantener el aparato del estado (v. 15) y que se quedaría también con el diezmo de los rebaños lo que implicará reducirlos a la servidumbre (v. 17). Se puede pensar lo que se quiera, pero el análisis de Samuel es dramáticamente certero. El poder político sustrae de los súbditos lo que puede, lo redistribuye, fundamentalmente, entre los suyos y a poco que nos descuidemos acaba reduciéndonos a la condición de siervos siquiera por la manera en que ha recortado nuestra autonomía económica. Desde luego, no seré yo quien niegue la sabiduría de las advertencias del profeta Samuel.
Que Samuel no era un alarmista histérico ha quedado demostrado vez tras vez a lo largo de la Historia y, desde luego, no tardó mucho en contemplarse en la de Israel.
Salomón sufrió al final de su reinado dos males. Uno fue que las mujeres lo acabaron arrastrando a la idolatría; el otro –paralelo, por cierto es que se dedicó a aplastar al pueblo con cargas insoportables. La situación era tan obvia que de su hijo y sucesor Roboam sólo se pidió al inicio del reinado que redujera algo el yugo descargado sobre los hombros del pueblo. Con pésimo criterio (I Reyes 12), Roboam pensó que podía aumentarlo y el resultado fue la división de la nación de Israel en dos estados distintos. No sería la última vez en la Historia.
Durante los siglos siguientes, las normas de la Torah fueron burladas una y otra vez por los gobernantes de Israel. Si, por un lado, las autoridades del Templo crearon, entre otras maneras de vaciar los bolsillos, el impuesto del didracma (Mateo 17: 24 ss); por otro, los romanos exigían su parte valiéndose para ello de un cuerpo especial – los publicanos – de los que no hay mucha necesidad de explicar por qué resultaban odiosos.
Una parábola como la de Mateo 18: 23 ss –la de los dos deudores– debió tocar especialmente a los oyentes de Jesús porque partía de una situación que conocían muy bien, la de una familia que no podía soportar la carga impositiva y que terminaba vendida para pagarla. El texto griego, por cierto, contiene un dato curioso que se escapa en las traducciones. En Mateo 18: 26, aparece la única vez en que el verbo
proskyneo (adorar) no va referido a un ser sobrenatural como Dios, el Hijo, un ángel o Satanás sino a un simple hombre. Es revelador ya que el señor civil que puede disponer de tus bienes y con ellos de tu libertad está, en realidad, exigiendo algo que sólo, en puridad, pertenece a Dios.
Esa circunstancia explica que el texto de Mateo 22: 15 ss - donde se relata cómo intentaron que Jesús se definiera en relación con el tributo – no diga en griego que hay que dar a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios, sino que hay que “devolver” (
apódote) a cada uno de ellos lo que de ellos es. La diferencia es esencial y está en armonía con la enseñanza de las Escrituras. El que consumía o donaba el diezmo ordenado por Dios tan sólo le “devolvía” lo recibido de Él. De la misma manera, César no debería esperar más que la devolución de lo que da y no más.
¿Debería, pues, un cristiano negarse a pagar los impuestos abusivos? Así lo han interpretado históricamente creyentes intachables. Tanto las revoluciones puritanas del siglo XVI en Inglaterra como la americana del siglo XVIII estallaron por la carga impositiva que se consideraba excesiva y sin posibilidad de freno.
La impronta puritana en los dos casos obliga a pensar que, aparte de cuestiones económicas, pesó mucho la consideración bíblica de los límites del poder político.
Con todo, y apreciando lo que pueda haber de bueno en estos precedentes, no creo que se pueda justificar con las Escrituras el no pagar impuestos abusivos. De hecho, teniendo en cuenta que la tasa real que debía abonar Israel inicialmente era de un 3,3 por ciento anual si así fuera actualmente, los cristianos, salvo determinados segmentos de la población, no deberíamos pagar apenas un solo impuesto.
En esta cuestión, como en otras, la Biblia ordena, sin embargo, someternos a las autoridades superiores (Romanos 13: 6-7) en parte, porque es justo contribuir a las cargas estatales, y, en parte, porque no vamos a dañar nuestro testimonio por una cuestión así. Cabe la posibilidad de que algunos creyentes pudieran objetar a un impuesto específico cuya finalidad colisionara con la ley de Dios –por ejemplo, una tasa municipal que, única y exclusivamente, se empleara para costear abortos– pero se trataría de supuestos muy excepcionales.
A pesar de todo, resulta sabio el no perder de vista la enseñanza de la Biblia sobre el tema. La subida de impuestos nunca es una solución sino un peligroso signo de tiranía y, al final, siempre acaba traduciéndose en pérdida de autonomía económica y de libertad. Como es natural, imagino que algunos se estarán preguntando qué hacemos entonces con pobres y necesitados. De ello me ocuparé en la próxima entrega.
Continuará con el próximo capítulo:"Las clases sociales en el Israel de Jesús"
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