En las anteriores entregas he ido mostrando cómo España – y con ella naciones como Italia y Portugal amén de las que acabarían siendo repúblicas hispanoamericanas– se quedaron descolgadas de una ética del trabajo y de una visión del mundo crediticio indispensables, así como de un impulso alfabetizador y científico irrenunciables. Sucedía además cuando España era un imperio y necesitaba más que nunca no verse adelantada por sus rivales, pero eso fue, precisamente, lo que sucedió. Por desgracia, no fueron las únicas pérdidas experimentadas por la España que expulsó a los judíos y quemó a los protestantes. A ellas se añadió la pérdida de asimilar la primacía de la ley sobre cualquier persona e institución.
En el año 1538, Calvino y algunos de sus amigos fueron expulsados de la ciudad de Ginebra por las autoridades. El momento fue aprovechado por el cardenal Sadoleto para enviar una carta a los poderes públicos de la ciudad instándoles a rechazar la Reforma y regresar a la obediencia a Roma. La carta del cardenal Sadoleto estaba muy bien escrita, pero lo cierto es que no debió de convencer a los ginebrinos ya que éstos solicitaron en 1539 a Calvino (que seguía desterrado) que diera respuesta epistolar al cardenal.
Calvino redactó su respuesta al cardenal Sadoleto en seis días y el texto se convirtió en un clásico de la Historia de la teología.
Escapa a los límites de esta serie el adentrarse en el opúsculo, pero sí es obligado mencionarlo porque
en él se puede contemplar dos visiones de la ley que diferenciaron – ¡como tantas otras cosas! – a las naciones en las que triunfó la Reforma de aquellas en que no sucedió así.
El dilema que se planteaba era si el criterio que marcara la conducta debía estar en el sometimiento a la ley o, por el contrario, a la institución que establecía sin control superior lo que dice una ley a la que hay que someterse. Sadoleto defendía el segundo criterio mientras que Calvino apoyaba el primero.
Para Calvino, era obvio que la ley – en este caso, la Biblia – tenía primacía y, por lo tanto, si una persona o institución se apartaba de ella carecía de legitimidad. El cardenal Sadoleto, por el contrario, defendía que era la institución la que decidía cómo se aplicaba esa ley y que apartarse de la obediencia a la institución era extraordinariamente grave. La Reforma optó por la primera visión, mientras que en las naciones donde se afianzó la Contrarreforma se mantuvo un principio diferente, el que establecía no sólo que no todos no eran iguales ante la ley sino que, por añadidura, había sectores sociales no sometidos a la ley. Se creaba así una cultura de la excepción justificada.
Los ejemplos de esa diferencia llegan hasta el mismísimo día de hoy. Voy a pasar por alto las violaciones de la ley perpetradas por ciertos soberanos como el Felipe II que ordenó un crimen de estado como el asesinato de Escobedo o que violó los fueros aragoneses en persecución de Antonio Pérez. El problema, por desgracia, va mucho más allá que el crimen de Estado que se ha dado en los más diversos regímenes y épocas. Se trata más bien del hecho de que se aceptara que sectores importantes de la población –fundamentalmente, la iglesia católica y la monarquía– no estuvieran sometidos a la ley.
Las pruebas de lo primero son interminables e incluyen lo mismo a un Cervantes excomulgado mientras intentaba recabar suministros para la guerra incluso en las parroquias (¡gravísimo atrevimiento pretender que la institución que más se beneficiaba del esfuerzo de guerra hispano contribuyera al mismo!) que aquellas cárceles concordatarias del franquismo donde se confinaba, por ejemplo, a los sacerdotes que ayudaban a la banda terrorista ETA. Sobre esa institución no existía supremacía de la ley. Lo segundo es tan obvio que, incluso a día de hoy, el rey sigue siendo irresponsable de cualquier acto que pueda cometer.
Por supuesto, esa concepción permea sin discusión alguna las mejores manifestaciones culturales del siglo de Oro.
Fuenteovejuna de Lope de Vega no es sino el canto a un pueblo que no encuentra justicia frente a un noble y que sólo tiene como vía el asesinato perpetrado de manera colectiva lo que, dicho sea de paso, no resulta una óptima perspectiva. Sin embargo, cuando la monarquía ha de administrar justicia, ésta no nace del texto de la ley (como pretendía Calvino en su
Respuesta al cardenal Sadoleto) sino del hecho de que el rey puede hacer, literalmente, lo que le sale de la corona.
Un ejemplo aún más revelador es el que encontramos en
El alcalde de Zalamea, una obra genial cuya calidad literaria es innegable, pero cuyo mensaje, si bien se examina, resulta escalofriante. Un grupo de soldados de los tercios se asienta en un pueblo y un capitán aprovecha la ocasión para raptar a una muchacha y violarla. En otra nación donde existiera el imperio de la ley se habría esperado que el violador fuera juzgado y condenado. No en la España donde no se ponía el sol. Pedro Crespo, el padre de la joven, suplica al violador que le restaure la honra casándose con su hija. Ni que decir tiene que el capitán –sabedor de que la ley no es igual para todos– se burla de Crespo que opta por cortar por lo sano ejecutando al oficial y sosteniendo que estaba en su derecho ya que "al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios". La frase es buena, pero discutible. En primer lugar, porque no es cierto que haya que dar nada a un rey de manera incondicional y, en segundo, porque el honor de Crespo, por lo visto, se veía más que satisfecho si su pobre hija contraía matrimonio con el canalla que la había raptado y violado. ¡Ejemplar! Pero la historia no acaba aquí. Crespo ha quebrantado la ley, pero los espectadores de la España de la Contrarreforma no podían ver bien que se castigara a semejante defensor de su honor. ¿Solución? El rey aparece en escena y se coloca – ¡de nuevo! – sobre la ley para absolver a Crespo.
La última vez que vi esta obra iba acompañado de la economista María Blanco que, por un lado, como yo, apreció la calidad literaria del drama y, por otro, se horrorizó de ver cuánto decía de los españoles. Recuerdo que señaló que la obra demostraba cómo el gran aporte jurídico de los españoles era "el apaño". Tenía, por desgracia, razón. Por cierto, a los que se atrevan a decir que el sentido del honor calderoniano no era muestra de la cultura española hay que recordarles que todavía bajo el régimen de Franco estuvieron exentos de castigo el dar muerte a la esposa adúltera o a la hija fornicaria a la vez que la violada podía lograr que el violador no fuera a prisión si se casaba con él.
En la Europa reformada –en la que las cuestiones de honor no pendían de la entrepierna femenina– el sistema fue diferente. De entrada, la ley estaba por encima de las personas y de las instituciones. No podía ser de otra manera si, tomando la ley de Dios contenida en la Biblia, se había puesto en solfa la institución que, por definición, era más sagrada para llegar a la conclusión de que se había deslegitimado con su conducta.
La idea de esa supremacía de la ley por encima de las personas quedó establecida claramente en un episodio que suele mencionarse no pocas veces, el de Lutero y su último escrito contra los judíos. Aunque lo he visto citado en varias ocasiones por españoles, tengo que señalar que, visto lo que dicen, hay que llegar a la conclusión de que o incurren en un caso gravísimo de falta de honradez intelectual que los descalifica totalmente o –y me inclino por esta explicación– simplemente no han leído el texto completo en alemán ni tampoco conocen la totalidad de los hechos. No es que la ignorancia de aquello sobre lo que se escribe constituya una recomendación, pero, al menos, la calificación moral resultaría menos grave.
Pero volvamos al caso. De entrada, hay que señalar que Lutero manifestó al inicio de su carrera como reformador una compasión hacia los judíos que no era habitual en la Alemania católica de la época. No deja de ser significativo que en uno de sus escritos de esos años llegue incluso a indicar que hasta cierto punto la falta de conversión de los judíos al cristianismo arrancaba, fundamentalmente, del maltrato que habían recibido de la iglesia católica. Durante los años siguientes, los judíos dejaron de tener interés para Lutero envuelto en una controversia teológica en la que se jugaba personalmente la vida y Europa, su futuro.
De esa situación, salió al final de su vida al redactar un tratado titulado
Los judíos y sus mentiras (1543). El texto rezuma un deplorable antisemitismo, cuya razón era que hasta Lutero habían llegado noticias de cómo los judíos difundían la noticia de que Jesús era el hijo de una prostituta: "Así lo llaman (a Jesús) el hijo de una prostituta y a su madre, María, una prostituta, que lo tuvo en adulterio con un artesano. Con dificultad tengo que hablar de una manera tan áspera para oponerme al Diablo. Ahora bien, saben que hablan tales mentiras por puro odio y voluntariamente, únicamente para envenenar a sus pobres jóvenes y a los judíos simples contra la Persona de nuestro Señor, para evitar que acepten Su doctrina". La acusación – como habían indicado antes de él no pocos clérigos medievales – era cierta ya que, efectivamente, en algunos pasajes del Talmud se hace referencia a que María es una adúltera y Jesús es llamado específicamente bastardo. De hecho, esa razón fue una de las que más pesaron en el papado y en no pocos obispos para ordenar quemas del Talmud durante la Baja Edad Media y también la que llevó a algunos editores judíos a suprimir los pasajes para evitar ser objeto de esa represión papal. Sin embargo, Lutero no se limitaba en su acusación a los insultos dirigidos contra Jesús y su madre. Además, consideraba que los judíos eran un colectivo que, mediante la usura, oprimía a los más humildes. La afirmación puede ser matizada, pero es la misma que desde hacía siglos venía vertiendo la iglesia católica sobre los judíos provocando decisiones civiles y eclesiales de especial dureza contra ellos. Ante esa situación, Lutero proponía como solución, literalmente, "la de los reyes de España", es decir, la Expulsión llevada a cabo por los Reyes Católicos en 1492. Puede o no gustar, pero lo cierto es que si alguna vez a lo largo de su dilatada carrera apoyó Lutero una decisión católica reciente fue ésa.
El texto de Lutero es innegablemente lamentable. Lejos de seguir la línea propia de la Reforma de respeto a la libertad de expresión y de culto, Lutero se dejó llevar por la cólera que le provocaban las injurias contra Jesús y María – ¿algún católico de la época habría actuado con más moderación? – y optó por una de las soluciones católicas medievales que venía aplicándose desde hacía siglos: la expulsión. La otra, como de todos es sabido, fue la matanza en masa como la de los pogromos españoles de finales del siglo XIV desencadenados precisamente por clérigos. Ciertamente, si Lutero fue culpable de algo especialmente en este escrito fue de no seguir las líneas marcadas por la Reforma sino de continuar una multisecular tradición católica. Pero Lutero escribía ya en un medio que conocía la Reforma y es precisamente esa circunstancia la que explica la reacción que provocó su panfleto. A pesar de ser un autor profundamente odiado en el mundo católico, no he conseguido dar con un solo texto católico de su época que le afeara sus conclusiones, seguramente porque la coincidencia con lo que pasaba en la Europa católica era muy notable. Sin embargo,
en la Europa protestante, el texto de Lutero fue enérgicamente repudiado. El príncipe de Hesse – que, supuestamente, debía haber escuchado la enseñanza de Lutero – se negó rotundamente a expulsar a los judíos siguiendo el ejemplo de los Reyes Católicos y los mantuvo en su territorio. Felipe Melanchton, la mano derecha de Lutero, también manifestó su oposición al texto señalando que no debían seguirse sus directrices.
Ésa fue la posición generalizada de las iglesias nacidas de la Reforma y era lógico que así fuera. La Reforma había introducido en las mentes y los corazones de las personas un principio fundamental que no era otro que el de juzgar las acciones y las enseñanzas de todos los hombres a la luz de la Biblia y someter a la primacía de la ley – y no de una institución – los actos. Partiendo de esa base, nadie se consideró obligado a seguir el criterio de Lutero si chocaba con la Biblia lo que, dicho sea de paso, era el caso. En el mundo católico, apenas unos años antes, el papa había celebrado la expulsión de los judíos de España con una serie de festejos entre los que se incluyó una corrida de toros. En otras palabras, en el siglo XVI, en la Europa reformada, nadie hizo caso a Lutero cuando pretendió que se expulsara a los judíos como habían hecho los Reyes Católicos en España unas décadas antes.
En la España del siglo XXI todavía hay quien propugna la canonización de Isabel la católica –yo mismo he estado en una reunión del comité que la impulsa y son gente muy agradable aunque no me parecieron compungidos por la Expulsión sino más bien por la resistencia que entre los judíos de hoy hallaría la causa– quien justifica o minimiza la expulsión de los judíos y quien pretende comparar el episodio con otros acontecidos en otras naciones. Basta preguntar a los mismos judíos para saber que no fue así. Entendámonos. Isabel la católica no fue una genocida como pretendió Enrique de Diego en la primera edición de su novela
El último rabino. Fue, de hecho, una gran reina, pero eso no puede impedir que examinemos también acciones como la implantación de la Inquisición o la expulsión de los judíos cuyas pésimas consecuencias para nuestra nación llegan hasta nuestros días. Por añadidura, su acción no tuvo freno. La de Lutero, sí. Quizá por eso, la nación donde fue salvada casi toda la población judía durante la Segunda Guerra Mundial fuera la luterana Dinamarca y quizá por eso la primera declaración dirigida contra el nacional-socialismo por una entidad cristiana fuera la Declaración de Barmen de 1934 suscrita por protestantes alemanes justo cuando el 22 de julio de 1933 la Santa Sede había firmado un Concordato con Hitler. Pero no nos desviemos.
El hecho de que las naciones en las que triunfó la Reforma admitieran de manera casi inmediata la supremacía de la ley sobre los individuos y las instituciones tuvo resultados impresionantes. Mientras España soportaba a un rey como Felipe IV que estaba terminando de liquidar el imperio español en defensa de la Contrarreforma, e incluso cuarteando la unidad nacional, los puritanos ingleses se alzaban contra el rey Carlos I en defensa de sus derechos – fundamentalmente la libertad de conciencia, la libertad de representación y la propiedad privada –, lo derrotaban, lo juzgaban y lo decapitaban. En teoría, el parlamentarismo tenía que haber avanzado más en España que en otras naciones. De hecho, la Carta Magna leonesa es anterior en varias décadas a la Charta Magna inglesa. También las cortes leonesas y castellanas fueron anteriores en el tiempo a las de cualquier otro territorio europeo tanto dentro como fuera de la Península Ibérica. No fue así porque se admitió como circunstancia innegable que instituciones como la iglesia católica o la monarquía no estuvieran sometidas al imperio de la ley. Así, el parlamentarismo progresó, precisamente, en naciones donde triunfó la Reforma como Inglaterra, Holanda, Suiza o las naciones escandinavas.
Pero sobre ese tema volveremos en un capítulo posterior.
De momento, subrayemos que la primacía de la ley iba a quedar descartada de una España diferente en esto como Portugal, Italia o las naciones hispanoamericanas, donde también se ha desarrollado un sentido de la obediencia a la ley especialmente tuerto y que siempre, siempre encuentra justificación. No hace mucho contemplamos como el fiscal general de ZP, Cándido Conde Pumpido se jactaba de que es lícito que los fiscales se manchen las togas con el polvo del camino porque, en el fondo, cree que la ley no debe obligar a los que persiguen las buenas metas de la izquierda. Hasta el día de hoy, el obispo Munilla se puede llevar a la Jornada Mundial de la Juventud a los presos de una cárcel vasca –y luego presumir de ello en la página web de la diócesis– porque, también en el fondo, cree que la ley no obliga a los representantes de Cristo en la tierra ocupados de santas labores. Hasta el día de hoy, la Compañía de Jesús puede prestar el santuario de Loyola para reuniones entre ETA, los emisarios de ZP y los correos del PNV porque, también en el fondo, cree que la ley no obliga a los que buscan servir causas nobilísimas como la de que los terroristas sean tan aceptados socialmente como las víctimas. Para no pocos españoles, los ERE de la Junta de Andalucía son odiosos (lo son), pero el caso Gürtel (que también lo es) constituye un simple desvío de la atención. Son españoles distintos, naturalmente, de aquellos que consideran que José Blanco es perseguido tan sólo para cubrir las acciones de uno de los yernos del rey. No es algo propio de los tiempos de ZP sino de la Historia de España. Los precedentes históricos son infinitos como Redondela o los indultos de MATESA o la voladura del diario Madrid durante un régimen que algunos encuentran tan idílico como para que hasta los liberales, supuestamente, tengan que reivindicarlo, algo, por supuesto, imposible para cualquiera que ame la libertad.
Afrontemos los hechos: no pocos españoles, a diferencia de la generalidad de los ciudadanos de esas naciones donde triunfó la Reforma, normalmente, siempre encuentran excusas para sí o para el sector al que pertenece a la hora de no someterse al imperio de la ley.
Da lo mismo si se trata de la corrupción de su partido o de las multas de tráfico. Si pertenecen a su iglesia, a su partido o a su familia seguro que no sería tan grave, si es que acaso lo es.
Su conducta no es única, ciertamente. Se da igual en Italia y Portugal, en Grecia y Argentina, en México y Nicaragua. Forma parte de una visión que ya encarnaba el cardenal Sadoleto y que, por supuesto, siempre se las arregla para hallar justificación. Por cierto, ya que vuelvo a hablar del cardenal Sadoleto, imagino que algunos desearán saber en qué concluyó el episodio. Es fácil de suponer. Las autoridades ginebrinas eran inteligentes y deseaban lo mejor para sus administrados. Rechazaron la propuesta del cardenal Sadoleto y Calvino fue llamado nuevamente a Ginebra.
POST-SCRIPTUM:
Releo este artículo con el paso del tiempo y no puedo decir que me equivocara ni en mis tesis ni en mis conclusiones. Por no moverme del territorio nacional y sin ánimo de ser exhaustivos, en estos momentos, un ministro socialista espera a sentarse en el banquillo por un caso de corrupción mientras la Junta de Andalucía cuenta en sus presupuestos con mil quinientos millones de euros sin justificar; en Cataluña, la familia Pujol prácticamente en pleno se encuentra inmersa en una infinidad de causas de corrupción que, presumiblemente, acabará con varios hijos del patriarca en el banquillo; el partido en el gobierno se enfrenta a unas fotocopias que podrían apuntar a una financiación irregular mientras sigue avanzando la instrucción del caso Gürtel; incluso no sería sorprendente que la infanta Cristina acabe imputada al lado de su marido. ¡Y son sólo botones de muestra! La primacía de la ley sólo existe –como en la Europa anterior a la Revolución francesa– para los que no pertenecen a las castas privilegiadas. Las raíces –no me cansaré de decirlo– son mucho más hondas que el funcionamiento de los tribunales o la existencia de determinadas leyes. Se trata de raíces profundamente espirituales.
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