El 19, el emperador Carlos I de España y V de Alemania convocó a los electores y a los príncipes para resolver cuál debía ser el destino de Lutero. En esta ocasión, Aleandro se encontró presente. Sin embargo,
en contra de lo que hubiera deseado el nuncio, la discusión no zanjó el problema y, finalmente, se acordó solicitar un plazo para poder reflexionar mejor sobre el asunto. El emperador aceptó concederlo, pero antes se preocupó de dejar sentado cuál era su postura:
“
Estoy resuelto a atenerme a todo lo que se haya hecho desde el concilio de Constanza. Este Hermano aislado, con seguridad se equivoca al levantarse contra el pensamiento de toda la Cristiandad, porque si no fuera así, la Cristiandad hubiera estado en el error desde hace más de mil años.
Estoy dispuesto a apoyar esto con mis reinos y con mis posesiones, con mis amigos, con mi cuerpo y con mi sangre, con mi vida y con mi alma. Sería una deshonra para nosotros y para vosotros, miembros de la noble nación alemana, si hoy, por nuestra negligencia, permitiéramos que la menor sospecha de herejía o descrédito de la religión se deslizara en el corazón de los hombres.
Hemos oído ayer, aquí, el discurso de Lutero. Os declaro que me arrepiento de haber tardado tanto en adoptar medidas contra él. No deseo volver a oírlo nunca”.
Carlos añadió a continuación que, aunque Lutero contaba con un salvoconducto, lo consideraba un hereje notorio y esperaba que los príncipes hicieran lo mismo. Las palabras del emperador constituían una sentencia de muerte para el monje.
En apariencia, sus días estaban contados perseguido por Carlos y por sus súbditos. Sin embargo, la Historia no se desarrolla jamás como la planean los hombres.
Nada podía permitir sospechar que ese mismo emperador en unos años saquearía Roma y que no pocos católicos interpretarían ese hecho como un justo castigo divino sobre los pecados papales. Tampoco podía ni siquiera imaginar que su decisión no señalaba el final de la Reforma apenas iniciada sino la consumación de la ruptura y del caso Lutero.
Ciertamente, con la manifestación del emperador Carlos, clara y sin fisuras, en contra de Lutero el proceso había llegado a su fin. No existía ya marcha atrás.
Por un lado, a pesar de sus debilidades y de sus intereses mal situados, el mayor poder religioso de la época había obtenido lo que deseaba; por otro, el mayor poder político de la época había decidido colaborar en sus objetivos.
Nadie había discutido a fondo las posiciones de Lutero, nadie le había respondido y, mucho menos, nadie lo había refutado. Sin embargo, había razones para considerar que, como en el caso de Juan Huss, que había ardido en la hoguera un siglo antes, todo había concluido.
A la mañana siguiente, las calles de Worms aparecieron repletas de inscripciones y volantes que gritaban de manera elocuente: “¡Que el papa te condene, que el emperador te condene! Federico también te va a condenar y con toda seguridad no respetará tu salvoconducto. ¡Pobre desgraciado! Lo único que haces es rumiar viejos errores. ¡No has inventado nada nuevo!”.
Sin embargo, no todo resultaba tan sencillo ni iba a ser tan fácil. Como en los años anteriores, una parte considerable del pueblo respaldaba a Lutero. Así, junto a los textos que apuntaban al final próximo de Lutero también aparecieron letreros que anunciaban “¡Desgraciado el pueblo que tiene a un niño por rey!”.
La situación resultaba tan delicada que el arzobispo de Maguncia envió a su hermano, el elector de Brandeburgo, para entrevistarse con el emperador. Su misión era suplicarle que se dignara interrogar otra vez a Lutero en presencia de algunos príncipes. La reacción del emperador, advertido de los propósitos del arzobispo de Maguncia por el nuncio Aleandro, fue de negativa rotunda. Con todo, a pesar de la claridad de ideas de Carlos, los Estados distaban mucho de estar convencidos de que la manera en que se había llevado todo a cabo hubiera sido la mejor. Insistieron, por lo tanto, en que Lutero compareciera ante tres o cuatro personalidades que conocieran las Escrituras y que pudieran refutarlo. De esa manera, el monje no podría decir que sus tesis no se habían discutido ni el pueblo podría quejarse – hasta ahora con razón – de que se le condenaba sin haber sido juzgado con todas las garantías.
El día 22, con no poca reticencia, el emperador cedió. Sin embargo, su concesión fue mínima. Se limitó a comprometerse a conceder a los Estados tres días para que intentaran durante los mismos conseguir la retractación de Lutero. Por lo que a él respectaba, se mantendría al margen. De hecho, ni siquiera enviaría a un representante.
Así, el mismo día en que la Dieta sometía a votación las
Quejas de la nación alemana, nombró una comisión formada por los Electores de Brandeburgo y de Tréveris, el duque Jorge, los obispos de Augsburgo y Brandeburgo, Peutinger y otras dos personas, una de las cuales representaba a Estrasburgo. De la composición de la comisión dice bastante el hecho de que sólo este último miembro y Peutinger no fueran hostiles a Lutero.
El interrogatorio estuvo dirigido por Jerónimo Vehus, canciller de Baden, pero
Lutero, que estaba convencido de que pretendían obligarlo a que renunciara a apoyarse en la Biblia, insistió en que sólo se retractaría ante una demostración de sus errores basada en las Escrituras. La situación volvía de nuevo a correr el riesgo de llegar a un punto muerto y, para sortearlo, el arzobispo de Tréveris invitó a Lutero a discutir frente a frente, asistido cada uno de ellos por un par de expertos.
Finalmente, tras las bulas papales, tras la comparecencia ante la Dieta, tras la condena imperial, se había llegado al punto que el agustino llevaba suplicando desde hacía años. Como era de esperar, Lutero aceptó.
Continuará
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