La actividad de Lutero durante la segunda mitad del año 1520 había transcurrido en paralelo con toda una panoplia de acciones papales encaminadas a lograr su aniquilación. Además de Eck –que está horrorizado por el avance de las tesis de Lutero entre el pueblo de Alemania– el principal protagonista de ese empeño es Aleandro. Su misión fundamental es convencer a Carlos, el nuevo emperador, de la necesidad de colaborar en esa tarea. Lo sucedido puede ser reconstruido con detalle.
El 31 de octubre de 1519, Carlos había enviado su primera carta a los Estados alemanes. Su intención era llegar a Aquisgrán, la capital de Carlomagno y lugar tradicional de la coronación imperial, y desde allí remontar el río Rhin hasta llegar a Worms, donde tendría lugar la primera Dieta de su reinado.
El 20 de mayo de 1520, Carlos se embarcó en La Coruña rumbo a Amberes. La decisión de realizar el viaje por mar se debe a que el trayecto por barco resulta más seguro que el terrestre a través de Francia.
Al llegar a Amberes, Carlos se encontró con los enviados del papa. Mientras que el nuncio Caracciolo le solicitó su colaboración en una cruzada contra los turcos, Aleandro le pidió que descargara su poder sobre Lutero.
Influido por su confesor, el franciscano P. Glapion, Carlos no dudó en acceder a las peticiones de Aleandro.
De momento, no podía hacer nada en Alemania al no haber sido coronado todavía, pero dictó un decreto ordenando la quema de los libros de Lutero en Flandes y Borgoña, sus territorios hereditarios. El 8 de octubre, se encendieron en Lovaina las primeras hogueras. Una semana después, sucedió lo mismo en Lieja.
El 23, tuvo lugar la coronación en la Iglesia de los Tres Reyes Magos. Inmediatamente, Aleandro volvió a solicitar la firma de un decreto imperial que permitiera iniciar la persecución contra Lutero y sus partidarios en Alemania. Sin embargo, los consejeros del emperador no estaban nada dispuestos a apoyar al nuncio papal. En su opinión, iniciar el reinado con un acto de fuerza sólo podría ser considerado un grave error.
Aleandro comenzó a comprender que su empresa no iba a resultar fácil. Como ya hemos señalado, la resistencia frente a la misión de Juan Eck era considerable. Lejos de ser popular, su tarea no dejó de verse obstaculizada. En septiembre, aún pudo enunciar la bula en Meissen, en Merseburgo y en Brandeburgo, pero la universidad de Leipzig –donde había sido derrotado por Lutero un año antes y donde él se empeñó en que se había alzado con la victoria– le cerró sus puertas. Eck envió después el documento desde Leipzig a Wittenberg a donde llegó el 3 de octubre. El rector, Pedro Burkhard no obedeció la orden de ponerlo en vigor valiéndose de un tecnicismo legal, el de que Eck no había respetado las normas de estilo. Y Wittenberg no fue una excepción. Erfurt, Torgau, Doblen, Friburgo, Magdeburgo, Viena… todas ellas se negaron a obedecer las órdenes contenidas en la bula. Incluso en Ingolstadt, en sus propios dominios, Eck chocó con enormes dificultades a la hora de imponer la voluntad del papa.
En esos momentos, Colonia se había convertido en la capital del imperio por unas semanas. En torno al nuevo emperador, se arremolinaron las figuras más diversas desde los nobles a los eclesiásticos pasando por los mercaderes y los eruditos como el gran Erasmo. El 29 de octubre, Aleandro llegó a la ciudad con la intención de que el emperador se decidiera, finalmente, por desencadenar la persecución contra Lutero y que en la empresa participara el elector Federico. Sin embargo, lo que encontró fue una hostilidad generalizada.
De entrada, el elector de Sajonia se negó a recibirlo al igual que a su colega Caracciolo. Sin embargo, los nuncios, en el cumplimiento de su misión, no estaban dispuestos a dejarse desanimar. El 4 de noviembre, mientras se celebraba la misa, se acercaron al elector y le entregaron una carta del papa y la bula, dejándole de manifiesto que no tenía otra salida que proceder a entregar a Lutero y ordenar la quema de sus libros. Para zanjar la cuestión, los nuncios le comunicaron que contaban con el respaldo del emperador y de los príncipes. Pero el elector no era hombre para dejarse doblegar con facilidad e informó a los nuncios de que una misa no era ni el lugar ni el momento para abordar ese tema.
Al día siguiente,
el elector convocó a Erasmo para pedirle consejo. El veterano humanista reconoció que Lutero tenía razón en sus opiniones, pero, de manera un tanto cínica, añadió que había cometido dos errores graves, atacar la tiara del papa y el vientre de los monjes. En otras palabras, según el príncipe de los humanistas, Lutero no era un hereje, pero había sido un imprudente al cuestionar el inmenso poder del papa y los intereses materiales del clero.
Si lo sabría Erasmo que en una carta dirigida a Juan Lang el 17 de octubre de 1518 había escrito: “Veo en la monarquía del Sumo Sacerdote romano a la peste de la Cristiandad; los dominicos lo adulan constantemente de un modo vergonzoso. No sé si conviene tocar esta llaga abiertamente. Tendrían que hacerlo los príncipes, pero temo que éstos colaboren con el papa y se repartan el botín. No sé cómo se le ha ocurrido a Eck atacar de este modo a Lutero” (las palabras en cursivo aparecían en griego en el original precisamente para evitar complicaciones)
Erasmo prefería mantenerse al margen. Sin embargo, ni el elector ni Spalatino estaban dispuestos a perder una baza como la que representaba la opinión favorable de Erasmo. Así, lograron, finalmente, persuadirlo para que pusiera por escrito sus opiniones sobre Lutero.
El resultado difícilmente puede ser más elocuente: “Los buenos cristianos, los que tienen un espíritu verdaderamente evangélico, se sienten menos golpeados por los principios de Lutero que por el tono de la Bula del papa. Lutero está en su derecho al solicitar jueces imparciales. El mundo tiene sed de la verdad del Evangelio. Resulta injusto enfrentar tanto odio a unas aspiraciones que resultan tan encomiables. El emperador estaría muy mal inspirado si inaugurara su reino con medidas de rigor. El papa está más empeñado en promover sus propios intereses que la gloria de Jesucristo. Lutero todavía no ha sido refutado. El conflicto debería ser confiado a hombres capacitados, libres de toda sospecha. El emperador es un prisionero de los papistas y de los sofistas”.
Aquellos Axiomas resultaban claramente comprometedores –y, a la vez, reveladores del pensamiento de Erasmo– y por eso no sorprende que el humanista pretendiera que se le devolvieran por temor a las consecuencias. Spalatino comentaría irónicamente que semejante comportamiento era una muestra clara de la “valentía” con la que Erasmo defendía el Evangelio. El juicio era sarcástico, pero lo cierto es que se correspondía con la realidad. Finalmente, el texto fue devuelto al humanista, pero no antes de sacar una copia que se dio a la imprenta.
Aleandro, desde luego, no estaba dispuesto a permitir que Erasmo se sumara al partido de Lutero y no perdió tiempo a la hora de ordenarle que compareciera ante él. El nuncio le entregó entonces una copia de la bula de excomunión en un acto cargado de simbolismo. El humanista podía darse por enterado de lo que le esperaba si no sabía elegir bando, desde luego, pero, a la vez, quedaban de manifiesto las limitaciones de la Reforma que había propugnado Erasmo. Había sido un intento brillante, dotado de altura, acertado en no pocos de sus planteamientos, pero carente del valor y, sobre todo, de la fe en Cristo que caracterizaban, con todas sus limitaciones y fallos, al agustino Lutero.
Continuará: Prolegómenos de la Dieta de Worms