Ya relatamos en el artículo de la pasada semana que tras predicar en Wittenberg hasta finales de noviembre, el agustino dijo adiós a sus habitantes de Wittenberg, celebrando el 1 de diciembre una cena de despedida.
El 8 de diciembre, Federico envió una respuesta a Cayetano. De manera sorprendente para el cardenal, se negaba a expulsar a Lutero de Wittenberg y manifestaba que tampoco estaba dispuesto a entregarlo a Roma.
Sus razones no eran nimias.
Por un lado, indicaba que la universidad de Wittenberg estaba detrás del agustino y le había suplicado que lo protegiera.
Por otro, era su obligación como príncipe cristiano actuar de manera honorable y de acuerdo con su conciencia. A su juicio, esa circunstancia impedía que considerara como hereje a alguien cuya herejía no había quedado demostrada judicialmente.
La posición del Elector era muy arriesgada aunque no cabe la menor duda de que se basaba en principios extraordinariamente nobles.
Y precisamente entonces la marcha del imperio experimentó un vuelco.
El 12 de enero de 1519,
el emperador Maximiliano falleció y su nieto Carlos, el rey de España, acudió a Alemania con la intención de convertirse en el nuevo emperador. La pesadilla que el papa -un príncipe con intereses políticos y territoriales a fin de cuentas- venía temiendo desde hacía años parecía más cerca de convertirse en realidad que nunca.
Si Carlos heredaba la corona imperial, los Estados pontificios se verían prácticamente cercados por España y sus posibilidades de expansión territorial desaparecerían.
No resulta extraño, por lo tanto, que el pontífice estuviera moviendo todas sus piezas en el tablero de la política internacional para favorecer a los rivales de Carlos ya fuera Francisco I de Francia o incluso el Elector Federico.
Ante unos intereses internacionales de esa magnitud, la pureza doctrinal de la iglesia, como en tantas ocasiones antes y después, pasaba a convertirse para el papa León X en un asunto de segundo rango.
El 29 de marzo, el papa escribió a Lutero una nota mucho más suave por su tono que cualquier otra de las comunicaciones previas. Y se trataba sólo del principio.
En junio, el Elector recibió la comunicación de que si todo iba bien en el asunto de la elección imperial el capelo cardenalicio podría adornar la coronilla de alguno de sus amigos. La promesa –una referencia apenas oculta a Lutero– dice mucho de las prioridades de la Santa Sede a la sazón.
El historiador católico J. Lortz ha señalado cómo nada podía justificar tanto la protesta de Lutero como esa subordinación del peligro de herejía a los intereses de la política papal e italiana y que pocas cosas impidieron tanto el evitar la ruptura
[1].
El juicio recoge una verdad innegable. Durante la primavera y el verano de 1519 –una época verdaderamente decisiva en que Lutero se encontraba realmente inerme y desprotegido– la condena del presunto hereje quedó encallada simplemente a causa de los intereses políticos del papa.
Pocas veces, estuvo la Santa Sede más cerca de conseguir acabar con Lutero; y pocas veces, hubiera encontrado menos resistencia. Nunca tuvo, seguramente, más a su alcance concluir a su gusto y sin complicaciones el Caso Lutero.
Sin embargo, el comportamiento del papa no sólo significó la pérdida de aquella oportunidad sino que también se tradujo en un descrédito para la institución y su titular que anteponían cuestiones materiales a las supuestas obligaciones espirituales.
Continuará: la Disputa de Leipzig
[1] J. Lortz, Reforma…, pp. 236 ss.
Si quieres comentar o