Si se examina fríamente la situación, hay que reconocer que
la posición del agustino había empeorado extraordinariamente en muy poco tiempo.
Ciertamente, Lutero había contado hasta entonces con la protección del Elector y con el respaldo de los eruditos, pero
la coalición del emperador con el papa debía ser considerada como una fuerza imposible de resistir. En apariencia, la suerte de Martín Lutero estaba echada. A no mucho tardar, sería procesado como hereje y, caso de no retractarse, ardería en la hoguera exactamente igual que Huss.
La carta que el emperador Maximiliano dirigió al papa produjo en éste una honda sensación. El pontífice contaba ahora con un apoyo de extraordinaria relevancia que le abría el camino para adoptar una posición aún más severa contra el agustino.
Descartó, por lo tanto, la primera citación señalando que Lutero había empeorado la situación y el 23 de agosto
envió una carta al cardenal Cayetano en la que le ordenaba que, a la espera de nuevas instrucciones, procediera al arresto del monje valiéndose del brazo secular. Si Lutero acudía por propia voluntad y se retractaba, Cayetano podría recibirlo nuevamente en el seno de la iglesia, pero, si el agustino se mantenía en sus posiciones, tanto él como los que lo apoyaban debían ser cortados.
El mismo 23 de agosto, el papa
escribió al Elector. En la misiva calificaba a Lutero de “hijo de la iniquidad” e indicaba que si seguía comportándose así se debía a la protección que recibía del príncipe. Precisamente por ello, ordenaba a Federico que entregara a Lutero a Roma para ser juzgado.
Finalmente, el pontífice envió una tercera misiva al provincial de los agustinos en Alemania. En ella se ordenaba a Gerhard Hicker, el vicario general, que arrestara a Lutero, lo encadenara de manos y pies, y lo redujera a custodia so pena de excomunión e interdictopara todos aquellos que desobedecieran.
Sin duda, lo que causa una mayor impresión de la respuesta papal es la afirmación del propio poder sustentada en la nula disposición a escuchar al acusado y el deseo único de imponerle silencio. Todo ello además llevado a cabo sobre la base de acusaciones formuladas por terceras personas de manera maliciosa y recurriendo incluso a documentos falseados.
Lutero había insistido en que no deseaba comprometer a su príncipe pidiendo su apoyo –una actitud que contrasta con la de los dominicos entregando documentación dudosa al emperador Maximiliano– y mantuvo su postura. Sin embargo, sí solicitó de él que lo protegiera de un arresto y de una condena que podían entrar en la categoría de lo ilegal.
Lo que suplicaba el agustino, y de nuevo la diferencia con sus enemigos dominicos resultaba obvia, era simplemente que se reconociera su derecho a un proceso legal y con garantías.
La respuesta del Elector Federico fue positiva porque, efectivamente, le preocupaba el respeto por la legalidad y la contención de cualquier abuso. Federico conocía de sobra el deseo del emperador Maximiliano de que fuera coronado como sucesor suyo su nieto Carlos y también que el papa no veía con buenos ojos tal eventualidad temeroso de que un rey español con territorios en Italia pudiera competir con él. Dado que Federico era uno de los electores, el apoyo que pudiera otorgar al papa podía resultar decisivo para que éste alcanzara sus propósitos. De manera bien significativa, la acción relativa a cuestiones espirituales quedaba una vez más condicionada por los intereses políticos.
El 11 de septiembre, el papa escribió a Cayetano apoderándolo, a través del Elector, para examinar a Lutero y pronunciar un veredicto, bien entendido que, en ningún caso, no debería dejarse arrastrar a una discusión con el monje. No obstante, si el agustino abjuraba de sus errores, Cayetano podía rehabilitarlo. El breve de 23 de agosto seguía en vigor, pero, de momento, quedaba en suspenso para permitir que el cardenal escuchara a Lutero y, de esa manera, otorgara satisfacción al elector cuyo voto resultaba tan esencial para el papa.
El 26 de septiembre, Lutero, acompañado de Leonard Beier, emprendió el camino a pie hacia Augsburgo. Spalatino le había señalado tiempo atrás que podría esperar una audiencia ante un tribunal imparcial y alemán. Sin embargo, lo que le esperaba era una comparecencia ante un cardenal extranjero que, por más señas, era de la orden de los dominicos.
Se mirara como se mirara, lo cierto es que la indefensión del agustino era absoluta y no puede sorprender que aquellos días se encontraran entre los peores de su vida. El prior de Weimar también le advirtió de que estaba entrando en una trampa y que acabaría en la hoguera en Augsburgo. Igualmente, no pocos le instaron a que regresara al territorio del Elector donde se encontraría a salvo.
El peligro era real y no debe sorprender que ni Link ni los consejeros de Federico dejaran que Lutero desapareciera de su vista antes de contar con un salvoconducto imperial que le fue entregadoel 11 de octubre. Igualmente, le habían advertido de que no se dejara engañar por el cardenal. Era de esperar que se comportara con cortesía, pero, en realidad, su inclinación era hostil. En este contexto, es fácil imaginar el ánimo que sintió Lutero al saber que el senado y los ciudadanos de Augsburgo lo apoyaban.
Al conocer la llegada de Lutero, Cayetano envió a encontrarse con él a Serralonga, un diplomático italiano, para informarle.
Del monje se esperaba que se retractara y, por supuesto, n
o se le concedería oportunidad de entablar ninguna discusión con el cardenal. La perspectiva era, desde luego, poco prometedora, pero Serralonga insistió en la buena disposición del cardenal y en el hecho de que con seis letras solo –revoco (me retracto)– podría verse a salvo.
Lutero señaló al italiano que no tendría el menor inconveniente en pronunciarlas siempre que se le convenciera de su error. Sin embargo, la idea de que pudiera entablarse una discusión entre el agustino y el cardenal era verdaderamente impensable. Serralonga optó, por lo tanto, por indicar a Lutero que no debía esperar que el Elector Federico tomara las armas para defenderlo y, acto seguido, le preguntó: “¿Dónde estarías entonces?”. Se trataba de una pregunta retórica encaminada a doblegar el ánimo de Lutero, pero el agustino no estaba dispuesto a rendirse. Su respuesta fue: “Donde estoy ahora, en el cielo”. No exageraba.
De hecho,
por esa época, Lutero envió a Melanchthon una carta en la que le indicaba que por él y por los estudiantes de Wittenberg estaba dispuesto a resistir. Para él, toda la cuestión se encuadraba en el marco de lo espiritual y esperaba, por lo tanto, que intervinieran factores sobrenaturales, a la vez que relativizaba los meramente humanos que había señalado Serralonga.
Esa acentuada diferencia de criterio entre el agustino y sus opositores explica más que sobradamente lo que iba a suceder durante los años siguientes.
Continuará
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