La elección de este libro del Nuevo Testamento difícilmente puede ser casual porque
en él la doctrina de la justificación por la fe aparece expuesta con una contundencia incluso mayor que en la epístola a los Romanos.
Primer escrito del apóstol Pablo, la carta a los Gálatas, fue redactada en un momento de especial relevancia en que los no-judíos comenzaban a afluir al seno del cristianismo en número creciente. La cuestión de fondo que se planteaba era si debían convertirse en judíos –cumpliendo rigurosamente la Ley para ser cristianos o si su incorporación a Cristo podía darse de forma inmediata. El apóstol Pedro y Bernabé, posiblemente en un deseo de no provocar críticas entre los judíos que creían en Jesús como mesías, habían optado por aparentar plegarse a la primera hipótesis lo que, de manera inmediata, había provocado una reacción pública de reprensión por parte de Pablo:
“...
cuando vi que no caminaban correctamente de acuerdo con la verdad del evangelio dije a Pedro delante de todos: ¿porqué obligas a los gentiles a judaizar cuando tu, pese a ser judío, vives como los gentiles y no como un judío? Nosotros, que hemos nacido judíos, y no somos pecadores gentiles, sabemos que el hombre no es justificado por las obras de la ley sino por la fe en Jesús el mesías y hemos creído asimismo en Jesús el mesías a fin de ser justificados por la fe en el mesías y no por las obras de la ley ya que por las obras de la ley nadie será justificado” (Gálatas 2, 14-16)
El enfrentamiento de Pablo con Pedro se produjo ante toda la iglesia de Antioquia y quedó definido en unos términos indudablemente claros. La salvación no era algo que pudiera comprarse, adquirirse, merecerse por las obras. No, por el contrario, se trataba de un regalo de Dios y ese regalo de Dios sólo podía ser recibido mediante la fe, una fe en que Jesús era el mesías y había muerto expiatoriamente en la cruz para la salvación del género humano. Si esa concepción del mecanismo de la salvación era pervertido, el mensaje del Evangelio – de las Buenas noticias – quedaría adulterado. ¿Cómo podía sustituirse la predicación de que Dios entregaba gratuitamente la salvación a través de Jesús por la de que era preciso convertirse en judío para salvarse, la de que la salvación se obtenía mediante las propias obras? Para Pablo resultaba obviamente imposible e inaceptable y Pedro – que sabía que tenía razón - no tenía ningún derecho a obligar a los gentiles a actuar de esa manera (Gál 2, 14). El apóstol sostenía que no había otro Evangelio aparte de el de la salvación por gracia a través de la fe:
“
Estoy atónito de que os hayáis apartado tan pronto del que os llamó por la gracia del mesías, para seguir un evangelio diferente. No es que haya otro, sino que hay algunos que os confunden y desean pervertir el evangelio del mesías. Pero que sea anatema cualquiera que llegue a anunciaron otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, aunque el que lo haga sea incluso uno de nosotros o un ángel del cielo” (1, 6-8)
De hecho, para Pablo, si alguien pudiera obtener la salvación por obras no hubiera hecho falta que Jesús hubiera muerto en la cruz:
“... lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mi. No rechazo la gracia de Dios ya que si fuese posible obtener la justicia mediante la ley, entonces el mesías habría muerto innecesariamente” (2, 20-21)
La afirmación de Pablo resultaba tajante (la salvación se recibe por la fe en el mesías y no por las obras) y no sólo había sido aceptada previamente por los personajes más relevantes del cristianismo primitivo sino que incluso podía retrotraerse a las enseñanzas de Jesús.
Con todo, obligaba a plantearse algunas cuestiones de no escasa importancia. En primer lugar, si era tan obvio que la salvación derivaba sólo de la gracia de Dios y no de las obras¿porqué no existían precedentes de esta enseñanza en el Antiguo Testamento? ¿No sería más bien que Jesús, sus discípulos más cercanos y el propio Pablo estaban rompiendo con el mensaje veterotestamentario?
Segundo, si ciertamente la salvación era por la fe y no por las obras ¿cuál era la razón de que Dios hubiera dado la ley a Israel y, sobre todo, cuál era el papel que tenía en esos momentos la ley? Tercero y último, ¿aquella negación de la salvación por obras no tendría como efecto directo el de empujar a los recién convertidos -que procedían de un contexto pagano- a una forma de vida similar a la intolerablemente inmoral de la que venían?
A la primera cuestión Pablo respondió basándose en las propias palabras del Antiguo Testamento y, más concretamente, de su primer libro, el del Génesis. En éste se relata (Génesis 15, 6) como Abraham, el antepasado del pueblo judío, fue justificado ante Dios pero no por obras o por cumplir la ley mosaica (que es varios siglos posterior) sino por creer. Como indica Génesis: “
Abraham creyó en Dios y le fue contado por justicia”.
Esto tiene una enorme importancia no sólo por la especial relación de Abraham con los judíos sino también porque cuando Dios lo justificó por la fe ni siquiera estaba circuncidado. En otras palabras, una persona puede salvarse por creer sin estar circuncidado ni seguir la ley mosaica – como los conversos gálatas de Pablo - y el ejemplo más obvio de ello era el propio Abraham, el padre de los judíos.
Por añadidura, Dios había prometido bendecir a los gentiles no mediante la ley mosaica sino a través de la descendencia de Abraham, en otras palabras, del mesías:
“... a Abraham fueron formuladas las promesas y a su descendencia. No dice a sus descendientes, como si se refiriera a muchos, sino a uno: a tu descendencia, que es el mesías. Por lo tanto digo lo siguiente: el pacto previamente ratificado por Dios en relación con el mesías, no lo deroga la ley que fue entregada cuatrocientos treinta años después porque eso significaría invalidar la promesa, ya que si la herencia fuera por la ley, ya no sería por la promesa, y, sin embargo, Dios se la otorgó a Abraham mediante la promesa”” (3, 16)
El argumento de Pablo es de una enorme solidez porque muestra que más de cuatro siglos antes de la ley mosaica e incluso antes de imponer la marca de la circuncisión, Dios había justificado a Abraham por la fe y le había prometido bendecirle no a él sólo sino a toda la Humanidad mediante un descendiente suyo.
Ahora bien, la pregunta que surge entonces resulta obligada. Si la salvación se puede obtener por creer y no deriva de las obras ¿por qué había entregado Dios la ley a Israel?
La respuesta de Pablo resultaba, una vez más, de una enorme concisión y, a la vez, contundencia.
La veremos la próxima semana.
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