Los siglos XIV y XV estuvieron caracterizados entre otros aspectos de relieve histórico por un sentimiento de
creciente y gravísima crisis en el seno de la iglesia católica. Durante aquellos agitados años, la corte papal se trasladó de Roma a Avignon para satisfacer los intereses de los reyes de Francia produciéndose lo que se ha dado en denominar la
Cautividad babilónica de la iglesia (1305-1377); se produjo el denominado cisma de Occidente (1378-1417)- en virtud del cual existieron simultáneamente dos papas que se excomulgaban entre si y que se presentaban respectivamente como el único pontífice legítimo-fracasaron los intentos por restaurar la unidad entre el papado y el patriarca de Constantinopla pese a la amenaza turca que terminó aniquilando Bizancio en 1453 y se multiplicaron las voces de aquellos que, como John Wycliffe o Jan Huss, deseaban una reforma en profundidad de la iglesia no sólo en el ámbito moral sino también en el teológico.
El hecho de que además algunos papas fueran, fundamentalmente, príncipes italianos volcados en aumentar sus posesiones o de que Bohemia hubiera sobrevivido con una visión distinta del cristianismo permite afirmar, con el historiador católico Joseph Lortz, que la unidad del cristianismo occidental ya estaba rota antes de la Reforma protestante. Insistamos en el aspecto “occidental” porque la ruptura de la comunión con Oriente ya se había producido durante la Edad Media al plantear el obispo de Roma unas pretensiones que las denominadas iglesias ortodoxas encontraron inaceptables y carentes de base histórica.
No resulta extraño que en un contexto tan crispado como el del s. XV los mejores teólogos de Occidente sostuvieran la tesis de la superioridad del concilio general sobre el papa (¿quién podía asegurar que el papa no podía convertirse en un hereje tras antecedentes en ese sentido como los de los papas Honorio o Vigilio que habían caído en la heterodoxia?) o que se iniciaran los primeros intentos de publicar textos críticos del Nuevo Testamento en su lengua original.
Desde luego, si algo parecía indiscutible a finales del s. XV era que la iglesia occidental necesitaba una reforma, que ésta tenía que operarse en profundidad y que el momento de su inicio no podía verse retrasado indefinidamente. Una posición de ese cariz era defendida por personajes que iban de Lorenzo Valla a Erasmo, de Tomás Moro a Luis Vives. Y no se trataba de una posición alarmista o absurda. Un católico tan fiel y piadoso como Johann Geyler von Kayserberg (1445-1510) afirmaría que “la Cristiandad está destrozada de arriba abajo, desde el papa al sacristán, desde el emperador hasta los pastores”. No exageraba un ápice. Como señalaría ya en el s. XX, el historiador católico J. Lortz, las “fuerzas puras” habían sido borradas y, por otra parte, los intentos de reforma quedaron circunscritos –y aún eso por muy poco tiempo– al seno de las órdenes religiosas.
De manera bien significativa, los primeros pasos para realizar esa indispensable Reforma fueron dados en España. Paradójicamente además, los esfuerzos reformadores comenzaron no en la base -más o menos ilustrada- sino en la cúpula jerárquica. La figura dominante de este período -y no sólo en el área espiritual-
fue el cardenal Cisneros. Nacido en 1436,
su muerte se produjo en noviembre de 1517, tan sólo ocho días después de que Martín Lutero clavase en las puertas de la iglesia de Wittenberg sus famosas Noventa y cinco tesis sobre las indulgencias. La fecha de su fallecimiento no pudo resultar más significativa cronológicamente porque lo cierto es que coincidió con el final de un ciclo histórico muy concreto y el comienzo de otro totalmente distinto.
Desde buen número de puntos de vista,
Cisneros fue un auténtico adelantado a su tiempo. Otorgó, por ejemplo, una enorme importancia a la lengua vernácula en medios religiosos e impulsó incluso la traducción de obras latinas a aquella. De esa forma,
antes de que Lutero tradujera el Nuevo Testamento al lenguaje del pueblo, los españoles podían contar con versiones impresas de los Evangelios y de las Epístolas en lengua vulgar. Al mismo tiempo atendió a la reforma de la conducta del clero como se desprende de los sínodos de Alcalá y Talavera de 1497 y 1498. Pese a pertenecer a una orden -la franciscana- en la que la erudición tenía un papel menor en comparación con el que se le concedía en otras, el proyecto que Cisneros acarició con más entusiasmo fue el de fundar una escuela o universidad donde se dar una buena formación al clero proporcionándole antes de los estudios teológicos el conocimiento de otras disciplinas. Merced a esta concepción, un Colegio de Artes Liberales debía formar al estudiante en el conocimiento del latín, del hebreo y de otras lenguas semíticas, y tendría que dar una especial importancia al aprendizaje del griego ya que en esta lengua se había redactado originalmente el texto del Nuevo Testamento.
El sueño de Cisneros se hizo realidad en buena medida gracias a la fundación de la Universidad de Alcalá. El objetivo del cardenal - eminentemente educativo - era ciertamente ambicioso porque además de sacar al clero de su penosa falta de cultura, perseguía realizar una reforma del conjunto de la iglesia mediante sínodos y formar de manera especialmente atenta a la gente del pueblo.
A diferencia de sus sucesores, Cisneros demostró tener una especial habilidad a la hora de abordar temas que supuestamente indicaran la posible existencia de ideas heréticas. Muy abierto, no persiguió jamás a personas que -supuesta o realmente- las defendieran ;
estimuló la crítica del texto de las Sagradas Escrituras y propugnó su estudio. Fruto de esta actitud fue la elaboración de la Biblia Políglota Complutense, en hebreo, griego y latín, o las obras de Pedro de Osma, un profesor de teología en la universidad de Salamanca, y de Nebrija, un discípulo del anterior. Los aportes bíblicos y teológicos de estos dos personajes -injustamente olvidados como tantos otros a lo largo de la historia española- sorprenden por su lucidez, rigor y erudición.
Anticipándose a Erasmo y, por supuesto, a Lutero, realizaron importantísimos estudios sobre el texto original del Nuevo Testamento y acerca de la historia católica. Dado que estos últimos no contribuían precisamente a fundamentar las pretensiones del pontífice romano -algo en lo que coincidían otros humanistas extranjeros- las reacciones adversas no se hicieron esperar. Nebrija fue acusado de herejía, pero el propio Cisneros lo protegió de los intentos de acabar con él. En cuanto a Osma, pese a las condenas papales dirigidas contra su persona, pudo ser alabado por el citado Nebrija en su
Apología, una obra significativamente dedicada
al propio Cisneros.
El impacto de Cisneros tuvo una repercusión considerable no sólo entre el sector más culto de la sociedad sino muy especialmente entre la gente del pueblo que comenzó -décadas antes que los anabautistas suizos, por ejemplo- a reunirse en las casas para estudiar sencilla y libremente los textos del Nuevo Testamento.
Frente a una iglesia oficial que situaba en una segunda posición a aquellos fieles que no pertenecían a estirpe de cristianos viejos,
Cisneros había abierto las puertas a una vivencia espiritual integradora en la que lo importante no era la ascendencia genealógica sino el deseo sincero de conocer las Escrituras y vivir de acuerdo a ellas. Precisamente, en ese contexto prendería la Reforma española propiamente dicha.
Continuará…
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