No voy a entrar en si la responsabilidad de esa circunstancia deriva de la insoportable presión que históricamente la iglesia católica ha ejercido sobre los protestantes españoles hasta hace relativamente pocos años o si a ello hay que sumar la poca habilidad de los protestantes para hacerse entender.
La cuestión es importante, pero totalmente marginal para lo que deseo tratar.
Adonde deseo llegar es a que los españoles, en general, saben poco del protestantismo y, como sucede, por ejemplo, con los judíos, lo poco que saben suele estar pasado por los anteojos interesados de cierta propaganda católica no menos ignorante, pero mucho peor intencionada. En este artículo y en los siguientes intentaré detenerme en algunos de esos mitos por eso de enseñar algo, con toda la modestia del mundo, a mis muy queridos compatriotas.
Permítaseme comenzar con Calvino.
He escuchado hablar ocasionalmente a españoles que no eran evangélicos de Calvino, pero no me he topado con uno solo que lo haya leído. Algunos tienen una idea errónea de su enseñanza sobre la predestinación –que ya es bastante grave– pero, por regla general, lo único que suelen comentar es que la inquisición católica no fue tan grave porque… Servet fue quemado en Ginebra por Calvino.
Recientemente, uno de los lectores de mi blog pretendió al hilo de uno de mis textos igualar a Calvino con Tomás Moro ya que yo había señalado el pasado poco conocido, pero innegable, de represor de la libertad de conciencia que tuvo el canciller inglés autor de
Utopía. La idea era que Moro podía haber enviado a la muerte, previa tortura, a algunos protestantes, pero todos sabían lo que había hecho Calvino con Servet. Por amor a la Historia y a la verdad me vi obligado a responder a esa afirmación que no pasa de ser un disparate, seguramente de buena fe, pero disparate.
La figura de Calvino puede gustar más o menos. Para algunos evangélicos, resulta paradigmática de reformador y otros, por el contrario, pondrían sus objeciones a esa visión. Con todo, su influencia es extraordinaria – incluso casi incomparable - en términos históricos en episodios positivos como la revolución puritana del s. XVII en Inglaterra, la configuración de la constitución de los Estados Unidos o el desarrollo del capitalismo. De hecho,
Calvino es indispensable para comprender el nacimiento de la democracia moderna o la articulación de una ética del trabajo y del ahorro que, sólo muy recientemente, ha llegado a ciertos sectores del catolicismo.
De manera nada sorprendente, en una encuesta reciente, incluso Calvino era considerado en Francia como el segundo francés más importante de la Historia y es verdad porque su importancia supera a la de franceses como Luis XIV, Richelieu, De Gaulle o Molière. Compararlo pues en términos históricos con Tomás Moro como hacía este dilecto lector mío es una insensatez porque equivale a comparar a un personaje de muy tercera fila como el inglés –el propio Erasmo que lo quería mucho y era amigo suyo afirmaba que no llegaba a la categoría de humanista– con un gigante que verdaderamente cambió la Historia.
Tampoco
en el terreno de la libertad de conciencia existe punto de comparación entre ambos. Tomás Moro, a diferencia de Calvino, se expresó una y otra vez en contra de la libertad de conciencia e hizo todo lo que estuvo en su mano –incluyendo el uso de la tortura y de la hoguera– para impedirla en Inglaterra. No lo ocultó sino que insistió en que resultaba indispensable para salvar el mundo en que creía. Calvino, por el contrario, insistió en la defensa de la libertad de conciencia.
La única excepción a esa trayectoria fue el caso de Miguel Servet. Personalmente estoy convencido –y en eso coinciden todos los que han estudiado las fuentes- de que si Servet hubiera sido ejecutado por la inquisición española que lo perseguía para quemarlo pocos lo conocerían hoy de la misma manera que pocos recuerdan los nombres de los quemados en los autos de fe de Valladolid de hace ahora cuatrocientos cincuenta años. El caso, sin embargo, es que, finalmente,
ardió en la Ginebra de Calvino… aunque no por orden de Calvino sino del gobierno de la ciudad en el que el reformador no tenía cargo alguno.
Insisto en ello: según la mentalidad de la Europa católica, Servet debía arder en la hoguera y lo hubiera hecho de caer en sus manos.
Desde el punto de vista de la Europa protestante –donde nunca existió una inquisición- la muerte de Servet fue repudiable y así lo expresaron públicamente personas cercanas a Calvino y otros teólogos reformados. No sólo eso. El municipio de Ginebra levantó un monumento de pública petición de perdón en honor a Servet. No puedo decir lo mismo – y pena me da como español – en relación con ninguno de los protestantes ejecutados en España por la inquisición. No sólo eso. Menéndez Pelayo se quejaba en el siglo XIX de que hubiera gente que se atreviera a recordar a los quemados en Valladolid y yo mismo, siendo niño, pude escuchar a uno de mis profesores –bellísima persona, por otro lado– asumiendo la quema de biblias protestantes como un acto obligado. Se trataba, eso es cierto, de un acto común no hace tantas décadas en España, pero que jamás se produjo en la Europa protestante.
Coloquemos a Calvino en su sitio; juzguemos críticamente sus escritos y su vida, pero, por favor, no pretendamos convertirlo en una excusa para la inquisición católica porque ese comportamiento sólo es una muestra de ignorancia crasa en Historia o de bajeza moral… y la semana próxima hablaremos de otro mito.
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