Me explico. Muchos están dispuestos a traspasar los límites de la justicia si se trata de poder cometer adulterio, acostarse con una persona de su mismo sexo, defraudar a Hacienda, faltar en el trabajo, mentir, sembrar maledicencias o desobedecer a los padres. En todos y cada uno de los casos, resulta relativamente fácil encontrar una excusa que va del “mi marido no me entiende” al que “todos engañan al fisco” pasando por “si nos queremos”, “es que en realidad es un miserable” o “para lo que nos pagan…”.
Sin embargo,
ese sentido laxo de la justicia que se aplica en el plano personal y en el de los que comparten pecado, suele quebrarse, entre otros momentos, en dos ocasiones muy concretas. Una cuando son los cristianos los que quebrantan las normas morales y otra cuando Dios no parece adecuarse a ellas.
Creo que con unos ejemplos se entenderá perfectamente. Por ejemplo, A justifica su adulterio con B, pero si supiera que un cristiano ha caído en esa situación inmediatamente pondría el grito en el cielo y además de adúltero lo acusaría de hipócrita… de manera que descubrimos que, hasta el adúltero más empecatado sabe que el adulterio es inmoral. En el caso de Dios, los ejemplos son lacerantes. A puede justificar – es un decir – las mentiras, los robos o la inmoralidad de un amigo o un político concretos, pero alza su puño contra Dios cuando no fulmina de manera inmediata a los que se comportan de esa manera… de manera que descubrimos que, hasta el más relajado de los inmorales, sabe cuáles son las normas morales y que, en justicia, los que las quebrantan deberían recibir un justo castigo.
Cuestión aparte es que piense en virtud de un criterio moral perverso que esas normas sólo han de aplicarse a Pinochet o a Castro, a Hitler o a Stalin, a Franco o a Idi Amín, pero no a A, B o C.
A fin de cuentas, el sentido de la justicia está escrito en el corazón humano – y los que lo niegan deberían reflexionar en cómo se ponen si les dicen que no les van a pagar a fin de mes – y cuando uno se examina frente a él de manera honrada llega a la conclusión de Pablo: “… todos están bajo pecado… No hay justo ni aún uno” (Romanos 3, 9-10).
Y, sin embargo, eso no indica que vivamos en un mundo sin justicia. Por un lado, existe la limitadísima justicia humana y, por otro, existe un Dios justo que no pasará por alto la injusticia de nadie.
Pedro lo definió como el que juzga con justicia (I Pedro 2, 23), una afirmación que corrobora Pablo (2 Timoteo 4, 8). Es esa una característica vinculada claramente a Jesús (Hechos 17, 31) y también digna de ser alabada (Apocalipsis 16, 5 ss). A fin de cuentas, nuestro comportamiento debe someterse, sobre todo, a la regla de si es o no justo ante Dios (Hechos 4, 19).
Por eso, la segunda parte de nuestra predicación – la primera era la existencia del pecado – debe ser la proclamación de que existe una justicia que puede ejecutarse o no en este mundo, aquí y ahora, pero que no dejará jamás de ser ejercida por Aquel que la tiene como una de sus características definitorias.
Nadie, absolutamente, nadie quedará libre de esa Justicia. Y ahí entra precisamente el tercer aspecto de nuestra predicación como evangélicos al que me referiré la semana que viene, Dios mediante.
CONTINUARÁ
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