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Eutanasia: pasividad del pueblo alemán

Eutanasia (IV)

En mi última entrega, señalé cómo, finalmente, el programa de eutanasia del nacional-socialismo encontró la oposición de algunos creyentes y semejante actitud logró que se detuviera. Sin embargo, la respuesta distó mucho de ser unida, generalizada y pronta. De haber revestido esas características, no cabe duda de que el programa de eutanasia no se hubiera llevado a la práctica y quizá ni siquiera iniciado. ¿A qué se debió esa reacci
LA VOZ AUTOR César Vidal Manzanares 15 DE MAYO DE 2008 22:00 h

Las razones son varias y voy a intentar, siquiera de manera sucinta, explicarlas, primero, en relación con el conjunto del pueblo alemán y luego de las confesiones religiosas.

LA REACCIÓN DEL PUEBLO ALEMÁN
En nuestros días, tras el conocimiento de lo que fue Auchswitz y el Holocausto, pero, sobre todo, tras la derrota en la segunda guerra mundial, nadie se atrevería a dudar de que el nacional-socialismo era un epítome de la maldad humana. Sin embargo, es más dudoso que esa fuera la visión que se podía tener durante los años veinte y buena parte de los treinta.

Lejos de presentar la imagen de la reacción y de la defensa del capitalismo en que ha insistido el marxismo, el nacional-socialismo alemán era la viva encarnación del progreso y, desde luego, no fue en absoluto casual que Hitler fuera propuesto para el premio Nobel de la paz.

El propio Hitler repite machaconamente en Mein Kampf la expresión “nosotros somos socialistas” y resulta muy difícil negar la veracidad del aserto. A decir verdad, no deja de ser revelador la enorme cantidad de medidas que hoy consideramos “progresistas” que fueron articuladas por primera vez por Hitler.

De entrada, la primera legislación ecologista destinada a proteger a las especies y a prohibir la experimentación médica con animales fue impulsada por el nacional-socialismo alemán. Sin duda, resulta un sarcasmo que una ideología que no dudaba en enviar a la gente a los campos de concentración se preocupara de que las cobayas no fueran usadas en los laboratorios. Sin embargo, habría que preguntarse si es más coherente una sociedad como la nuestra en la que un nido de buitre leonado tiene más protección legal que un feto humano. Añádase a esto una insistencia en los hábitos de vida sana impulsados por el nacional-socialismo que incluía desde la prohibición de fumar (Hitler odiaba el tabaco y no permitía que nadie fumara en su presencia) a la práctica del deporte o de las excursiones.

Aparte de las leyes ecologistas, Hitler fue el creador de un sistema de clara discriminación positiva. En su opinión, los arios habían sido objeto de la explotación de los judíos durante demasiado tiempo y resultaba obligado revertir esa situación. Por eso, durante los primeros años, las leyes antijudías se limitaron a establecer un sistema de cuotas que limitara la supuesta super-representación de los judíos en áreas como la administración, la educación o las artes. Semejantes medidas acabaron en Auchswitz como todos sabemos, pero eso era impensable, salvo quizá para el propio Hitler, en 1933. Para millones de alemanes, se trataba más bien de revertir una cadena secular de injusticias. Por otro lado, deberíamos de nuevo preguntarnos hasta qué punto nuestra sociedad habría reaccionado en aquellos momentos cuando, por ejemplo, acepta como una forma de progreso que determinados puestos se ocupen no por méritos sino por pertenecer a una determinada raza o sexo y cuando hace apenas unas horas el Tribunal constitucional español ha resuelto que por el mismo delito se puede imponer una pena más elevada a los hombres que a las mujeres.

Algo semejante podría decirse de las leyes sociales. Con Hitler, se desarrollaron planes de acción social que cubrieron áreas como masivos programas de obras públicas para acabar con el paro – y que por cierto dejaron unas extraordinarias autopistas que se utilizan todavía – programas de vacaciones pagadas e incluso una reforma agraria que, por cierto, la segunda república española no logró llevar a cabo.

Como han dejado de manifiesto autores del tipo de David Schoenbaum, Hitler llevó a cabo una revolución socialista que, por ejemplo, los social-demócratas no realizaron con la república de Weimar y que los comunistas habían acompañado de ríos de sangre en Rusia, ríos de sangre que los nacional-socialistas no causaron durante los primeros años de su estancia en el poder. Por supuesto, el socialismo de Hitler no era marxista ni tampoco estaba sujeto a una internacional, pero esos factores fueron vistos por millones de alemanes como algo positivo y explica que millares de socialdemócratas y comunistas acabaran en las filas del Partido nacional-socialista obrero alemán (NSDAP) o incluso que comunistas y nazis realizan huelgas conjuntas en los últimos años de la república de Weimar. A fin de cuentas, no era difícil creer que los seguidores de Hitler eran socialistas como afirmaban si bien no manchados por el materialismo o por la sumisión a instancias extranjeras. Como bien supo indicar Hayeck en su obra Camino de servidumbre, la ideología de Hitler se parecía extraordinariamente al socialismo soviético y, por el contrario, distaba mucho del capitalismo liberal.

Estas circunstancias explican, siquiera en parte, el enorme impacto que Hitler tuvo entre millones de alemanes de extracción popular que eran obreros y campesinos e incluso de filiación izquierdista, pero ¿qué sucedía con los que eran conservadores, de derechas o simplemente indiferentes? La reacción fue dividida. No deja de ser significativo que algunos de los opositores más decididos a Hitler fuera gente de extracción monárquico-conservadora –como el pastor Martin Niehmoller- pero, por regla general, muchos se adaptaron e incluso aceptaron de buena gana sus posturas porque el socialismo impulsado por el NSDAP era nacionalista. Al llegar a ese punto, Hitler no necesitaba dar muchas explicaciones y podía limitarse a apelar a los sentimientos de la gente. Quizá debería mover a reflexión que el lema “Votad sentimiento” con el que cierta formación nacionalista se presentó a las elecciones hace pocos años en España, fuera usado por el propio Hitler. Si las medidas de intervención social quedaban legitimadas por una idea peculiar de progreso, no era menos cierto que se pensara que Hitler hacía todo por el bien de Alemania y que incluso su mensaje victimista cargado de tintes de venganza se correspondía con la justicia.

Estos factores explican no sólo la victoria electoral de Hitler sino también el extraordinario apoyo con que contó durante años a pesar de medidas como la legalización de la eutanasia o las normas antisemitas. Pero ¿por qué las confesiones religiosas no supieron verlo?

Continuará


Artículos anteriores de esta serie:
 1Eutanasia: el inicio del largo camino 
 2Eutanasia: la legalización 
 3La resistencia a la eutanasia masiva 
 

 


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