Por supuesto, la Biblia nos enseña que Dios cuida de nosotros y que podemos confiar en El para que no nos falte el pan de cada día (
Mateo 6:11) y el socorro de otras necesidades ya que conoce nuestras necesidades mejor que nosotros mismos y las cubrirá de manera que no tengamos que caer en la ansiedad (
Mateo 6:25 ss).
Eso es una cosa y la idea de la ausencia absoluta de problemas y molestias es otra bien diferente, como también lo es el afirmar que Dios pagará los plazos de una hipoteca irresponsable o cubrirá nuestros caprichos que poco o nada nos ayudan a crecer espiritualmente tan sólo porque somos Sus hijos.
De entrada, las Escrituras señalan que el mensaje del Evangelio es una locura para los hombres que sólo ven la vida de una manera natural. De hecho, semejante persona no puede entenderlo (
I Corintios 2:14). No puede comprender que no podamos ganarnos la salvación – si es que cree en ese concepto – por nuestros méritos, ni tampoco que Dios la regale gratuitamente ni mucho menos que se encarnara para morir como víctima expiatoria en nuestro lugar.
Todo eso le parece un disparate total. Por eso, precisamente la predicación del Evangelio, como señalaba Pablo, suele encontrar muchos adversarios (
I Corintios 16:9).
No cabe duda de que si el Evangelio fuera un mensaje moralista que predicara la fraternidad entre los hombres, la paz entre los pueblos y la existencia de un Dios que pasa por alto el pecado su éxito y popularidad serían considerables. En el fondo de muchas proclamas de ese tipo, lejos de haber alguna sustancia espiritual, no existe más que soberbia humana, ignorancia de las necesidades de los hombres y una capa de palabrería cursi.
La cuestión es, a fin de cuentas, que el mensaje de Jesús es muy diferente. Exige reconocer el propio pecado y el estado de perdición en que nos vemos sumidos antes de la conversión (
Lucas 15:1-32); rechaza que lo que consideramos méritos sirva de algo ante Dios (
Lucas 18:9-14) y, para remate, incluye en el ofrecimiento de las Buenas noticias el indispensable cambio de vida que puede, entre otras cosas, resumirse en el
“vete y no peques más” (
Juan 8:11).
No se trata ciertamente de un mensaje que agrade a la vanidad humana y, en términos generales, no debería sorprendernos que provoque reacciones contrarias porque sitúa al ser humano en una desagradable situación, la de reconocer quién es, la de enfrentarse con la disyuntiva de salvarse o perderse, y la de cambiar de vida.
Todo eso que, en realidad, implica un proceso de limpieza y liberación, es visto por el orgullo humano como algo hiriente y doloroso y despierta no pocas veces el deseo de “matar al mensajero”.
Recoger firmas en contra de una guerra – la que sea – suele ser bien visto, pero plantéese el decir a la persona que firma que no debería mantener relaciones sexuales con alguien con quien no está casada; protestar por el deterioro ecológico tiene su atractivo, pero señálese a esa misma persona que Dios odia la mentira del tipo que sea.
Los ejemplos podrían multiplicarse y el resultado final sería, en no pocas ocasiones, el cambio de una buena sonrisa por un mal gesto. El paso de ser un “buen tío” o una “chica guay” (chévere dirán por otros sitios) a convertirse en un “fanático” o un “fundamentalista” se produce en unos segundos. Como, a fin de cuentas, dijo Jesús, una de las categorías de las bienaventuranzas es ser perseguidos por causa de Su nombre (
Mateo 5:10-12).
El que desee predicar el Evangelio deberá tener presente la más que posible persecución en sus más diversas manifestaciones, aunque no debería afrontar esa eventualidad con temor ni angustia.
Pero de eso, Dios mediante, hablaré en la próxima entrega.
CONTINUARÁ
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