Por ejemplo, cuando alguien pregunta qué creen los evangélicos suele ser tristemente común que en lugar de expresar en términos positivos las columnas de nuestra fe – sola gratia, sola Scriptura, solo Christo - nos dediquemos a decir, primero, lo que no creemos que, por definición, es el conjunto de dogmas católicos no contenidos en la Biblia.
Tengo mis dudas de que alguien avance así mucho en la comprensión del Evangelio, pero además se quedará con la impresión de que somos tan sólo una especie de católicos a la contra.
Dado que, por añadidura, el catolicismo dejó de ser la religión oficial de España hace décadas semejante conducta resulta, como mínimo, anacrónica. Ese sentimiento de inferioridad inconsciente se manifiesta por añadidura en otras áreas como el pensamiento político, el análisis social o la economía. Y, sin embargo, no abrigo la menor duda de que no debería ser así. De entrada, no sólo la Biblia ofrece respuesta más que sobrada a los desafíos cotidianos sino que, por añadidura, históricamente el protestantismo, con todas sus deficiencias, ha sido un chorro de luz para la Humanidad.
Permítaseme señalar algunos ejemplos sin ánimo de ser exhaustivo.
En el terreno político, la Reforma significó, como mínimo, tres avances extraordinarios.
El primero fue la división de poderes; el segundo, la separación de iglesia y estado, y el tercero, la aceptación de unas normas morales básicas que deben impregnar la legislación humana.
El primer supuesto arrancaba de algo tan obvio como la caída de la especie humana, un hecho que hace recomendable que el poder político se divida para evitar que, por el pecado, degenere en tiranía. Cualquiera que lea los libros de Samuel, las Crónicas y los profetas se encuentran con ejemplos de ese tipo vez tras vez. No digamos ya cuando se repasa la fecunda literatura de los puritanos. De esa visión bíblica, nacieron la división de poderes y, por supuesto, la primera democracia de la Historia contemporánea: los Estados Unidos.
Sobre la separación de iglesia y estado he hablado ya en distintas ocasiones y no me entretendré más, pero también fue una de las bases de la constitución americana.
En cuanto a la estructura moral de la sociedad, es algo enfatizado no sólo en la Biblia –que advierte de los juicios que caerán sobre las naciones que la desprecien– sino también en los autores inspirados en la Reforma. De John Knox a Mather, de Cromwell a Milton, encontramos repetida vez tras vez la misma enseñanza: Dios honra a los que le honran y tiene en poco a los que le desprecian (I Samuel 2, 30). Si uno desea de corazón el bienestar de su nación debería tener muy en cuenta ese mensaje y esforzarse por anunciarlo a sus contemporáneos. Partiendo de esas bases, los evangélicos, por ejemplo, deberían sentirse seguros a la hora de analizar los comportamientos de los políticos sin dejarse enredar por la propaganda; tendrían que repudiar a los jueces carentes de imparcialidad; deberían contemplar con suspicacia los intentos de controlar la libertad de expresión; harían bien en mirar con cierta distancia a los poderes políticos que se acercan con ánimo egoísta y no olvidarían nunca que nada bueno puede surgir del abandono de una moral natural que la Biblia señala como obligatoria incluso para los paganos (Amós 1 y 2).
Sin embargo, de manera acomplejada, en lugar de caminar sobre el terreno sólido de las Escrituras y de los aportes espirituales del protestantismo, no pocas veces se prefiere seguir tal o cual política de partido, e incluso se intenta ver en determinadas palabras utilizadas por los políticos un contenido cristiano del que carecen o que incluso pervierten.
Confieso que, por más que me esfuerzo, no encuentro las ventajas a esa forma de actuar. Y más cuando medito en que Dios nos ha otorgado una visión que va más allá de la meramente natural y que deberíamos buscar humildemente bajo su dirección la interpretación de las señales de los tiempos. Si eso sucede en el terreno de la política, qué decir del económico en el que tampoco nos enteramos. Pero eso será objeto de la siguiente entrega.
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