Así lo plantea de manera inmediata:
1 ¿Qué vamos a decir entonces? ¿Vamos a continuar en el pecado para que crezca la gracia? 2 De ninguna manera, porque los que hemos muertos al pecado, ¿cómo vamos a seguir viviendo en él? 3 ¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en el mesías Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? 4 Porque somos sepultados juntamente con él en la muerte a través del bautismo; para que como el mesías resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una manera nueva de vida... 6 Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado junto con él, para que el cuerpo del pecado sea deshecho, a fin de que ya no sigamos sirviendo al pecado. (Romanos 6, 1-4, 6)
Naturalmente, Pablo no era tan ingenuo como para pensar que la suma de la gratitud por la salvación recibida por la gracia y de la mera voluntad humana pudieran operar un cambio de naturaleza. Sabía más bien que la insistencia en negar la propia naturaleza humana y en afirmar la impecabilidad podía provocar las disfunciones espirituales que aquejaban a no pocos fariseos. Gustara o no gustara, reconocía la realidad de que la naturaleza humana está inclinada claramente hacia el mal incluso en aquellos que han sido justificados por la fe. De hecho, el pasaje que vamos a ver a continuación – cuya fuerza ha intentado ser descartada por algunos aduciendo que describe al Pablo anterior a la conversión – nos muestra a un hombre que, de manera humilde y sincera, reconoce su propia condición:
15 Porque lo que hago, no lo entiendo; y tampoco hago lo que quiero. Por el contrario, hago precisamente lo que aborrezco. 16 Y si hago lo que no quiero, apruebo que la ley es buena. 17 De manera que no soy yo el que actua, sino el pecado que mora en mí. 18 Y yo sé que en mí (es decir, en mi carne) no reside el bien: porque el querer lo tengo, pero el hacer el bien no lo consigo. 19 Porque no hago el bien que quiero; sino que hago el mal que no quiero. 20 Y si hago lo que no quiero, ya no lo realizo yo, sino el pecado que mora en mí. 21 Así que, al querer hacer el bien, me encuentro con esta ley: Que el mal está en mí. 22 Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios. 23 Sin embargo, veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi espíritu, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. (Romanos 7, 15-23)
Conmueve el ver la forma en que Pablo concluye esta exposición señalando sus carencias humanas y, a la vez, su confianza en que Dios le ayudará a vencerlas:
24 ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? 25 Gracias doy a Dios, por Jesús el mesías, Señor nuestro. Así que, yo mismo con la razón sirvo a la ley de Dios, pero con la carne a la ley del pecado. (Romanos 7, 24-25)
Es cierto que Pablo no puede negar la inclinación al mal propia de la naturaleza humana y también es obvio que no puede ocultar que su razón deseaba hacer el bien por encima de su capacidad para ejecutarlo. Y, sin embargo, Pablo tampoco cae en el desánimo. Es consciente de que, a pesar de sus limitaciones, resulta posible – y obligado – vivir de una manera nueva. La clave reside en someterse a la acción del Espíritu Santo. Al respecto, puede afirmarse que Pablo es un confiado optimista, no porque creyera en la bondad de la naturaleza humana – de hecho, conocía de sobra su inclinación hacia el mal - sino porque era consciente del poder del Espíritu:
1 Por lo tanto, no existe ninguna condenación para los que están en Jesús el mesías, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al espíritu. 2 Porque la ley del Espíritu de vida en el mesías Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. 3 Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios lo ha llevado a cabo enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; 4 para que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros, los que no andamos conforme a la carne, sino conforme al espíritu. 5 Porque los que viven conforme a la carne, se ocupan de las cosas que son de la carne; pero los que viven de acuerdo al espíritu, se ocupan de las cosas del espíritu. 6 Porque la intención de la carne es muerte; pero la intención del espíritu, vida y paz: 7 porque la inclinación de la carne es enemistad con Dios; porque no se somete a la ley de Dios, ni tampoco puede. 8 De manera que, los que están en la carne no pueden agradar a Dios, 9 pero vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu del mesías, es que no es de él. 10 Sin embargo, si el mesías está en vosotros, el cuerpo a la verdad está muerto a causa del pecado; pero el espíritu vive a causa de la justicia. 11 Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó al mesías Jesús de los muertos, también dará vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros... 14 Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. (Romanos 8, 1-11, 14)
La vivencia del Espíritu tiene una importancia extraordinaria para Pablo, aunque, una vez más, su punto de vista al respecto no es original sino que se puede retrotraer a la predicación judeo-cristiana, al mismo Jesús e incluso al Antiguo Testamento que había prometido su efusión en los tiempos mesiánicos (Joel 2). Ese Espíritu que mora en el interior de los que han sido justificados por la fe es el que da testimonio de que son hijos de Dios (v. 16) y como hijos, herederos de Dios y coherederos del mesías (v. 17).
En ese sentido – y en contra de un tópico erróneo muy extendido – la fe cristiana no predicaba ni que todos los hombres son hijos de Dios ni tampoco una fraternidad universal. Sólo son hijos de Dios aquellos a los que Dios ha adoptado porque han aceptado por fe a Jesús el mesías.
Precisamente, la manifestación final de esos hijos de Dios – los que tienen en su interior el Espíritu Santo – tendrá unas consecuencias que pueden calificarse como cósmicas (v. 19 ss). Hasta entonces, el Espíritu va a socorrer a la debilidad de los hijos de Dios ayudándoles incluso a pedir lo que más les conviene aunque no sean capaces de colegirlo por si mismos (v. 26 ss).
Precisamente, al llegar a este punto de su exposición Pablo la concluye con uno de los himnos más hermosos que se han escrito nunca dedicados al amor de Dios y a la confianza que éste puede infundir en los creyentes.
El apóstol afirma con gozosa confianza que nada puede separarlos del amor de Dios ni de la salvación gratuita que ya han recibido en Cristo. Por supuesto, a lo largo de la vida no faltarán dificultades considerables e incluso situaciones terribles que escapan de la comprensión humana. Sin embargo, aunque no puedan entender todo lo que les sucede a diario, sí deben tener en cuenta que Dios actua para que todo discurra siempre para su bien:
28 Y sabemos que todas las cosas ayudan a bien a los que aman a Dios, a los que han sido llamados conforme a su propósito. 29 Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito de entre muchos hermanos; 30 Y a los que predestinó, a éstos también los llamó; y a los que llamó, a éstos también los justificó; y a los que justificó, a éstos también los glorificó. 31 ¿Pues qué diremos a esto? Si Dios está a favor de nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros? 32 El que no escatimó a su propio Hijo, sino que más bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos también con él todas las cosas? 33 ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. 34 ¿Quién es el que condenará? El mesías es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. 35 ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿la tribulación? ¿o la angustia? ¿o la persecución? ¿o el hambre? ¿o la desnudez? ¿o el peligro? ¿o la espada? 36 Como está escrito: Por causa de ti vamos a la muerte todo el tiempo. Somos contados como ovejas de matadero. 37 Sin embargo, en todas estas cosas, somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. 38 Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, 39 ni lo alto, ni lo bajo, ni ninguna criatura nos podrá apartar del amor de Dios, que es en el mesías Jesús Señor nuestro. (Romanos 8, 28-39)
La próxima semana, trataremos El Evangelio y el destino de Israel
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