Más allá de todo sistema doctrinal religioso finito está el verdadero Dios infinito.
A menudo surgen discusiones vanas en torno a esta pregunta. Muchos religiosos piensan que se trata de una pregunta obvia (su propia religión es la verdadera), lo cual denota falta de atención en la observación de los hechos, y de meditación pura en la lenta comprensión de lo real (que se esconde detrás de los fenómenos).
Primero, que no es una pregunta obvia lo demuestra el hecho de que las distintas religiones están de acuerdo en una misma cosa: su propio Dios es el verdadero. Y como tal, no están de acuerdo en nada. Y, segundo, no sólo se trata de las distintas religiones, sino también de las distintas denominaciones dentro de una misma religión, que no han cesado de crecer. Crecen las denominaciones comunitarias, los creyentes exiliados y los herejes desterrados. Así no crece la comunidad (lo común y la unidad), sino que crecen las divisiones. En definitiva, crece el relativismo, relativismo tan atómico y refinado que en nuestros días roza el nihilismo.
Algunos dicen que ninguna religión es verdadera y otros dicen que todas son verdaderas. Unos sólo creen en la ciencia y otros piensan que todo es interpretación. Todo esto sólo es ignorancia. El ignorante es el que toma lo que aparece como real, el que considera a una cuerda colgada de un árbol como si fuera una serpiente. Hay que acercarse para ver y comprender. Y para comprender hay que alejarse con valentía del propio sistema individual de creencias (cómodo y estrecho), adquirido por lo que otros han dicho, y construido con nuestras preferencias y desencantos vitales. Cuando comprendemos nos damos cuenta de que lo que parecía ser una serpiente sólo era una cuerda. Entonces se rompen las cadenas del corazón, se disipan todas las dudas (causa del temor) y nos deleitamos en la luz de nuestra contemplación. Somos liberados de nuestras limitaciones teóricas y de la finitud de nuestro conocimiento para fundirnos en lo indecible e informal; en lo que trasciende el pensamiento formal, las palabras y las acciones.
¿Quién podrá jactarse de encerrar al Absoluto en lo concreto de su mente? Cuando hablamos de Dios no expresamos al verdadero Dios, porque toda palabra es finita. Y sin embargo, se nos ha dicho que debemos hablar de Dios, predicar. Lo hacemos con temor y temblor, porque es fácil equivocarnos. Debemos hablar de Dios y al mismo tiempo reformular internamente la expresión socrática (por vía meditativa): sólo sé que no sé nada de Dios. Sólo entonces ocurre un milagro, una comprensión experimental y no teórica, una presencia que traspasa los huesos estructurales de la razón, que destruye la oscuridad con la luz e irradia nuestro rostro como el de Moisés. Somos acariciados sin saber “por qué”, y sin un porqué tampoco hay una razón. ¿Acaso no es esto la gracia?
La Verdad es singular, no plural: sólo hay un Dios. Nosotros creemos que la Verdad es esto y esto, pero la Verdad es Aquello. Cuando reconocemos nuestra ignorancia, Dios está más acá; cuando creemos saber algo, Dios está más allá. Adoramos a Dios desde nuestras determinaciones y limitaciones (físicas e intelectuales), y ante la magnificencia de Dios tenemos que reconocer que seguimos adorando al Dios Desconocido, inaprensible desde dichas determinaciones y limitaciones. Cuando creemos conocer a Dios, nos engañamos a nosotros mismos para sentirnos más seguros, pero sólo estamos adorando a un becerro de oro: el material del oro y la forma del becerro de nuestra escala personal de valores, finita e ilusoria.
Algunos estudiosos de las religiones y prominentes místicos han reconocido verdades compartidas en todas las religiones, especialmente en las religiones que hoy continúan vivas. Pero aún es más, también han reconocido verdades escondidas en las “religiones muertas”. Más allá de todo sistema doctrinal religioso finito está el verdadero Dios infinito. Las religiones conocidas pueden tener su parte de verdad, pero el Dios Desconocido es el Absoluto en el que hay que adentrarse por vía experimental. Él es el Innombrable ante el cual toda rodilla debe doblarse y toda boca callar, como confesión silenciosa (de la boca del corazón) de que Él es Dios.
Iván Campillo Moratalla – Estudiante de Filosofía – Valencia (España)
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