En esta sociedad avanzada tecnológicamente pero en decaimiento moral, el presente nos puede indignar y el futuro desalentar.
Si alguna vez ha sentido que llegó al límite de lo que podía soportar, tiene algo en común con el profeta Habacuc. El pequeño libro de Habacuc nos muestra el torbellino de emociones que experimentó su autor, surgidas del choque de su fe en Dios con las circunstancias de su entorno.
Habacuc manifiesta enojo e indignación por la maldad que lo rodea. Él vivía en Judá, pero en esos tiempos la nación se había llenado de un vano orgullo religioso y habían dejado relegada la justicia e integridad en sus relaciones mutuas (Hab 1.2-4). Esta forma de vivir solo puede provocar la indignación de Dios y el consecuente juicio. El instrumento de juicio era el cruel imperio babilónico, que arrasaba las naciones sin parecer haber nada que lo detuviese. Esto también incomoda y provoca cierto temor al profeta, quien no logra entender cómo los malos parecen prosperar sin contratiempos (Hab 1.13-17). Tales emociones y dudas son comunes en todas las personas justas. En esta sociedad, avanzada tecnológicamente, pero en decaimiento moral, el presente nos puede indignar y el futuro desalentar.
Sin embargo, en Habacuc la esperanza florece aún en medio del temor ante el inminente juicio. El profeta medita en las grandes obras de Dios y es contagiado de la alegría misma que expresa en las siguientes palabras:
“Aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos, aunque falte el producto del olivo, y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas sean quitadas de la majada, y no haya vacas en los corrales. Con todo, yo me alegraré en Jehová, y me gozaré en el Dios de mi salvación. Jehová el Señor es mi fortaleza, el cual hace mis pies como de ciervas, y en mis alturas me hace andar” (Hab 3.17–19, RVR60)
¿Cómo es posible alegrarse en Dios cuando no hay nada? Claramente lo que Habacuc intenta decir con la carencia de higos, uvas (vino), olivos (aceite) y ganado es describir una época de escasez absoluta, propia de los períodos de guerra. Sin embargo la expresión del Habacuc es un acto de fe, no ciega e irracional, sino fundamentada en las intervenciones pasadas de Dios.
Dios es el libertador que interviene cuando todo está perdido, cuando las fuerzas humanas son inútiles e incluso cuando parece que la naturaleza está en contra nuestra. Abrió el mar rojo y rompió las pesadas cadenas de esclavitud que afligieron a su pueblo (Éx 14.13-14). Él viene en ayuda de los débiles y marginados, muy al contrario de los poderes humanos que muchas veces se muestran a favor de los poderosos. Dios es el salvador que hizo que de la boca de María brotase júbilo, celebrando la salvación que vislumbraba en el hijo que llevaba en su vientre (Lc 1.46-47). El ser humano, que nace con el mundo en contra, halla liberación en Jesucristo el Salvador del mundo.
Sin embargo, si usted ha estado o está en una situación límite sabe muy bien que mantener la compostura no es cosa fácil. No se trata de falta de fe sino que la capacidad humana es excedida por las circunstancias. En vista de tal debilidad, Dios se convierte en nuestra fortaleza, el que nos suministra la capacidad para estar firmes en la prueba. El Señor brinda la serenidad que se requiere para sortear los obstáculos que la vida nos ofrece. El poder de Cristo es la fuerza que suple nuestra debilidad y nos hace victoriosos en nuestros más oscuros momentos (2 Co 12.9-10).
Rodrigo Rodríguez Badilla – San José, Costa Rica
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