Muy pocas veces se ha escuchado la voz de protesta de los cristianos para oponerse a los deportes violentos.
A decir verdad, parece que somos parte de ese grupo expectante que es atrapado por el morbo al momento que se anuncia un combate que enfrenta la capacidad de dos hombres o dos mujeres para dar y esquivar golpes.
Existen varios deportes violentos, pero el boxeo es el más popular y promovido, el más marcado por la intención de destruir. Como todo deporte, en el boxeo se busca vencer y avasallar a un adversario; pero, además, sus métodos y reglas conducen a la destrucción física.
Muchos fanáticos desconocen o no le dan importancia al hecho de que en este deporte se ocasionan daños físicos fatales e irreversibles para la mayoría de quienes lo practican, además de que se pierde una cantidad significativa de vidas jóvenes y útiles todos los años.
En el lugar donde se celebra una pelea es obligatorio la presencia de un médico, y se recomienda tener equipos adecuados entre los que están un reanimador portátil, equipos de oxígeno y tubos indotraqueales apropiados; además, un plan adecuado de evacuación para trasladar a un boxeador gravemente lesionado. Todas estas medidas se toman para prever algo que se puede evitar.
Es más, se ha llegado a plantear que la presencia de un médico en un combate de boxeo va contra la norma ética del ejercicio profesional, porque se entiende que el facultativo debería estar ahí para recomendar y exigir que el combate no se celebre, y no para apadrinarlo. Pues el boxeo puede provocar, además de la muerte, daños cerebrales crónicos, traumatismos graves, desprendimiento de la retina y demencia pugilística irreversible, entre otros daños.
Hace un tiempo leí un reportaje sobre un boxeador dominicano, ya fallecido, en la ciudad de Nueva York. “No me retraten, no me retraten”, le decía con insistencia al reportero, mientras intentaba bailotear como si estuviera en el ring. El diagnóstico es que la demencia pugilística hizo estragos sobre este boxeador dominicano y sobre otros tantos que deambulan por calles ante la indiferencia de todos.
Muchas vidas jóvenes se pierden por la práctica del boxeo. Pocas voces se levantan para condenar estos homicidios consentidos y alborozadamente celebrados. Nuestra permanente complicidad con este espectáculo nos calla. No tenemos fuerza para condenar hechos de los cuales por presencia, incitación y consentimiento, somos cómplices. Indiferencia y silencio es nuestra actitud.
La muerte y la fortuna rondan en el cuadrilátero. Dos cuerpos estilando sudores agónicos miden sus habilidades y fuerzas en medio de una algarabía estridente que puede trastocarse en silencio trágico y final. La muerte está entre las cuerdas y en las bancas estamos nosotros aplaudiendo su danza macabra. Somos parte del espectáculo, apostamos a uno y a otro. Disfrutamos el puñetazo final que adormece la conciencia. Gritamos “¡knock out!” y celebramos con los brazos en alto, mientras un hombre yace inerte e inconsciente.
Cuando estamos frente al televisor conteniendo los suspiros, golpeando y esquivando golpes, somos tan culpables como los púgiles, quizás más que estos muchachos que han venido del bajo mundo a buscar fortuna entre las cuerdas. Ahí estamos nosotros en la misma arena manchada demandando violencia y sangre como esa despiadada multitud del circo romano que aplaudía la voraz arremetida de las fieras para engullir la piel y las vísceras de las vírgenes cristianas.
Nos indignados y crispamos las manos cuando recordamos aquellas escenas de los gladiadores romanos. Dramatizamos en nuestros templos el ceremonial romano con que los combatientes se dirigían al Emperador: “César, los que van a morir te saludan”, pero no condenamos el boxeo. Lo consideramos un deporte, un espectáculo y sin mayores escrúpulos nos consideramos como simpatizantes, o por lo menos lo toleramos sin levantar nuestra voz de condena.
No estoy señalando nada nuevo. El boxeo tiene sus detractores, aunque faltan tribunas y conciencias que proclamen que esta es una actividad inhumana, que las muchas muertes y lesiones irreversibles que se producen con su práctica nos involucran casi a todos en niveles de complicidad.
Debemos proponernos que un día el boxeo sea proscrito. Muchos me dirán que hay intereses envueltos en este asunto. Sí, pero ninguno sobrepasa la dignidad y la singularidad del ser humano. La vida humana está por encima de los intereses coyunturales y mezquinos que degradan y ofenden al hombre.
El cristianismo, doctrina fundada por Jesús de Nazaret, es una creencia basada en principios. Su fundamento se resume en amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestros prójimos como a nosotros mismos. El amor es su lema y la paz su bandera. El evangelio de Jesucristo no cabe en un ring donde danza la muerte y la violencia.
No existen boxeadores cristianos para golpear a su prójimo bajo ningún costo o condición. Si es posible ser cristiano y practicar un deporte intencionalmente violento y donde sus reglas imponen golpear al adversario sin reparar consecuencias, entonces ser cristiano no tiene sentido.
Una cultura cristiana que exalte la paz y pondere éticamente todo el quehacer del hombre está llamada a condenar la práctica del boxeo. Nunca a celebrarlo ni mucho menos a promoverlo.
Tomas Gómez Bueno - Periodista y escritor - República Dominicana
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