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Astérix y la iglesia que perdió su identidad

JUAN SAUCE MARÍN ESPAÑA 30 DE ABRIL DE 2015 03:35 h

Vuelve la asterixmanía con una nueva producción, el noveno largometraje animado de los famosos personajes nacidos de la magnífica pluma de Albert Uderzo y el inagotable ingenio de René Goscinny que tanto nos hicieron disfrutar a los que una vez fuimos críos junto a aquellos que ahora lo son. Esta vez viene, además, con la interesante novedad de ser la primera película realizada con animación CGI de estos entrañables personajes, que siguen contándonos historias antiguas adaptadas a los nuevos tiempos.



No gastaré líneas relatando cómo son unos protagonistas que creo son de sobra conocidos por todo lector occidental, pero sí en hacer un breve resumen del cómic original del cual parte el argumento del nuevo film, que es, precisamente, una de mis historias favoritas de toda la colección: “La residencia de los dioses” (“Le domaine des dieux”, 1971).



El asunto es el siguiente: Julio César, frustrado de sus continuos fracasos de conquistar la aldea gala por la fuerza, concibe una nueva idea: rodear el pueblecito resistente al invasor de una villa romana, repleta de ciudadanos romanos, con el objetivo final de que sus irreductibles habitantes absorban la cultura y las costumbres romanas, y así se conviertan en ciudadanos del imperio sin que César haya movido dedo alguno.



Como más de uno habrá sospechado, esta idea me lleva indudablemente a pensar en lo que dice el apóstol en 1ª de Juan 2:15: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él.”



Con humor recuerdo aquellos tiempos en que “no amar el mundo” significaba que ir al cine o escuchar música no cristiana era pecado. Algo así me parece tan banal como cuando una de las mujeres de la aldea deja “esos harapos galos” para vestirse, ante el asombro de sus conciudadanos, de una sofisticada ropa romana, lo cual sólo me habla de gustos o modas, cuando “el reino de Dios no consiste en comida y bebida” (pero debo de decir que si el cine o la moda ocupa toda nuestra conversación frente a una ignorancia o dejadez bíblica, es un mal síntoma).



Entonces, ¿qué es amar al mundo? Menos mal que Juan nos lo descubre en el versículo siguiente al que hemos citado: “Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo.”



En la historia que ocupa el relato cómico, la astucia del César comienza dando resultados: los aldeanos galos comienzan a cambiar sus costumbres desde tiempo arraigadas por las novedades, como por ejemplo dejar el trueque para comenzar a vender por sestercios o convertir las armas de la herrería en artículos de tienda de souvenirs, todo para confraternizar con el ambiente que les rodea.



En el caso que nos ocupa a nosotros, también nuestro enemigo nos hace confraternizar con su cultura, y hablo más allá de que algunas iglesias se hayan convertido en una especie de “clubes sociales” donde prima el ocio y la diversión. Hablo de los tres valores del mundo que Juan menciona en este último versículo, que también se han infiltrado en iglesias que predican, o pretenden predicar, una sana doctrina. ¿Podemos verlos uno a uno?



 



Los deseos de la carne



Es decir, todo aquello que nos produce placer, bienestar y deleite, que es lo que la carne desea. No hay nada malo en sentirse bien, pero cuando convertimos eso en nuestra prioridad, estamos adoptando un valor de este mundo. Veo montones de cristianos que buscan “pasárselo bien en el Señor”, pero que luego no son capaces de continuar fieles cuando las cosas se ponen mal y han de enfrentar el sufrimiento. ¿Por qué? Porque no han querido madurar, sólo disfrutar de las bendiciones. Y es que tanto se predica que seguir a Cristo es gozo, alegría y victoria pero tan poco se predica que también es renuncia, cruz y muerte. Pero claro, ese mensaje no es popular; es mejor decir: “Ven a Cristo y solucionará todos tus problemas”. Predicamos la doctrina del gozo pero no la del llanto (véase Santiago), lisonjeamos nuestras palabras porque tenemos que sentirnos bien. Es lo que quiere nuestra carne.



“Dios es amor”. ¿Arrepentimiento? Sólo pide perdón y ya está. Libre de cadenas, restauración instantánea; no nos hablen de un proceso que lleva tiempo, y que seguir a Cristo conlleva un costo. Y esos cultos donde se busca la experiencia, “sentir al Espíritu Santo”; gloria a Dios que se puede sentir, pero me rebelo contra esas reuniones cuyo objetivo es experimentar un cosquilleo, un llanto, algo que pueda emocionarme y hacerme sentir bien acallando mi conciencia de cualquier cosa que pueda indicarme que algo no está como debería…



 



Los deseos de los ojos



Esto se refiere a ese espíritu posesivo de “yo lo veo, yo lo quiero”. Es el valor del mundo que promociona cualquier tipo de publicidad: “Consiga esto y obtenga lo otro”, cuyo alimento nutricional es el egoísmo y la posesividad. Entra por la vista o la mente y engaña nuestro corazón. Es triste cuando los cristianos no nos diferenciamos de los demás en estas cuestiones, como cantaba alguien: “Antes tenían todo en común y oraban en la noche. Hoy compiten por saber quién tiene mejor casa y mejor coche”.



Y esta posesividad se hace evidente en que ya no tenemos “todas las cosas en común”, todo es nuestro, y no hay mayordomía (es decir, que todo es de Dios y se nos ha concedido que lo administremos). Nuestras acciones cotidianas ya no están marcadas por el dar, el hospedar, el compartir y el quitarnos la capa para darla al que no tiene, ni aunque sea nuestro hermano. Preferimos llenarnos de cosas, que consideramos una bendición de Dios, equiparando lo material a lo espiritual, sobrevalorándolo como los vendedores del falso Evangelio de la Prosperidad.



Mención aparte merecería la venta de material cristiano que seduce nuestros ojos con tácticas idénticas a las del mundo para sentir la necesidad del “yo lo veo, yo lo quiero” cuando veamos el último CD editado (o el artículo que sea). Mucho me pregunto si no habría de venir de nuevo Jesús a volcar algunas mesas de cambistas más enfocados en lo comercial que en lo espiritual.



 



La vanagloria de la vida



Se trata de buscar la importancia en este mundo, que te reconozcan. Lo dice la misma palabra: “gloria” (reconocimiento), “vana” (pasajera). Pero muchas veces preferimos la fama momentánea y efímera que la recompensa eterna. Cuántos cristianos conocemos que continuamente se autopromocionan a sí mismos, buscando destacar, ser reconocidos como grandes predicadores, misioneros o profetas (póngale usted la etiqueta que quiera). Incluso la gente “común” muchas veces exageramos logros o decimos medias verdades para que tengan buena opinión de nosotros. Pintamos nuestra fachada de “invulnerables” y hacemos sentir mal a los demás para que no merme la opinión que tienen de nosotros. O cómo luchamos para conseguir un puesto sobre la plataforma para después sentirnos orgullosos de nuestros talentos, que tenemos tanto para dar a los demás pero otros no tienen nada para darme a mí. Qué poco buscamos otros puestos como limpiar la iglesia, cuidar a los niños o visitar enfermos. Porque esas cosas no se ven, no son ampliamente reconocidas.



Pero es que igualmente desde el púlpito no hacemos más que promocionar el liderazgo. Se organizan seminarios, se escriben libros éxitos de ventas, para que todos anhelemos ser líderes. No encuentro ningún libro que valore de la misma manera dar un vaso de agua al sediento. Ya no se promociona a la mujer que cosía trajes para los santos, aunque para Pedro era tan importante que la resucitó. Y si se menciona a la viuda que dio todo lo que tenía es sólo para pedir una ofrenda. Los pequeños ya no son dignos de atención, por mucho que Pablo dijera que son los más importantes. Es verdad que no predicamos este mensaje, pero lo transmitimos con nuestros actos (o con nuestra indiferencia).



La historia de Astérix y Obélix acaba bien. ¿Cómo acabará la Iglesia? En el cómic sólo unos pocos se dan cuenta del engaño de su enemigo y ayudan al resto de la aldea a librarse de la trampa. Quizá entre los creyentes sólo haya unos pocos que puedan ayudar a despertar al resto de la Iglesia para que el enemigo no nos saque ventaja al ignorar sus maquinaciones. Que volvamos nuestros pasos atrás y recuperemos nuestra identidad como cristianos, ésa que el mundo pretende robarnos.



 



Juan Sauce – Dibujante – España


 

 


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