Las masacres de los terroristas islámicos, además de provocar asombro global por las atrocidades cometidas contra cristianos y miembros de religiones arraigadas en otras tradiciones, despiertan la militancia y el celo de generaciones de creyentes convencidos en que nada de lo que sucede es ajeno a la soberanía de Dios.
Desde luego, también hay implicaciones políticas y militares que los instrumentos del mal por su propio desquicio han comenzado a sufrir. De todos modos, más allá de aquellas acciones, lo que nos interesa en esta oportunidad es volver a recordar a los creyentes con una fe en Jesucristo –y a terroristas desquiciados- que nada de aquello es irremediable. Pues a lo largo de la historia y desde el primer siglo, hemos sido testigos con mayor asombro aún cómo un encuentro con el Autor de la vida (Hechos 3:15) puede quebrantar y transformar desde el ser humano más simple y modesto hasta el terrorista más nefasto y tirano.
La historia de Saulo de Tarso (Pablo), tal vez el primer terrorista declarado en contra de la fe cristiana, es un ejemplo de ello, ya que la historia registra que Saulo fue una de las principales amenazas que enfrentó el cristianismo en su etapa inicial (Hechos 8:1-3).
Esta es una situación similar a la que miles de creyentes están viviendo hoy en Medio Oriente. De hecho, los primeros terroristas atacaban vistiendo con todas las insignias del poder civil, religioso y militar en la solapa. Tal cual como sucede con el Estado Islámico (EI), que no reconoce autoridad alguna y cuya capacidad económica, bélica y comunicacional no tienen límite. No obstante, la diferencia entre ambos casos radica en que los grupos comandados por Saulo -para los observadores de la época- amenazaban la permanencia del cristianismo primitivo.
Observación que, por supuesto, no contemplaba la mano sobrenatural del resucitado, mano en la que, a propósito, hoy en día muchos creyentes han dejado de confiar. Pero el Creador del ser humano es el único que puede intervenir el corazón hasta lo más recóndito con la precisión que muchos cirujanos desearían tener. Fue así, entonces, que Saulo, el perseguidor de los primeros cristianos, en un encuentro con el Pacificador de pacificadores, es trasladado de su religiosidad violenta y extraviada a la fe verdadera. La que Jesús fundó con su propia sangre para dar vida, una vida que no atropella al que piensa diferente, que no discrimina por raza, condición económica, religión, sexo o lengua, sino que acoge hasta el más desvalido, no importando la condición en la se encuentre y haciendo de él (o ella) una persona nueva.
De hecho, no sólo Pablo pudo experimentar ese encuentro que cambió para siempre su existencia, llevándole a conocer la plenitud que de alguna manera todos los seres humanos buscamos.
La gente esforzada, representada por los pescadores Simón y Andrés, también sufrió las consecuencias del encuentro con el Pescador milagroso, cuando por gracia divina ellos dos son invitados a dejar las redes para asumir un compromiso mayor con la humanidad, respondiendo a la invitación irresistible que les hizo Jesús: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres (Mateo 4:19).
Simón llamado el Zelote (Lucas 6:15) es otro de los invitados de piedra al grupo que el mayor Revolucionario de la historia haya organizado porque, siendo un agitador que luchaba contra los abusos de un imperio que oprimía a su pueblo, desiste de la lucha violenta atraído por el amor irresistible que le ofreció Jesús, quien lo invitó a participar de la causa que le inspiraría hasta entregar su propia vida.
La prostituta es otro de los casos emblemáticos que relata la Biblia, sobre todo cuando se encuentra a instantes de ser lapidada por algunos de los principales personajes de la ciudad. Sin embargo, el Amante de las prostitutas sale en su defensa diciendo: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Sabemos cómo acabó aquella tarde, una jornada que de seguro los presentes se llevarían hasta la tumba, ya que acto seguido las piedras que iban a golpear el cuerpo de la mujer cayeron de sus manos tocando el suelo una tras otra con la exhortación de fondo: “Vete y no peques más” (Juan 8:1-11).
La cantidad de testimonios podría ser interminable si incluimos nuestras propias historias. Es más, uno de los escritores de los Evangelios dice que “hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir” (Juan 21:25).
Por eso, aunque los grupos terroristas ejecuten y masacren una y otra vez a nuestros hermanos, tenemos la esperanza que del otro lado de la muerte el creyente encuentra la vida. Esa es nuestra esperanza porque los que mueren en Jesús hallan resurrección y vida, justicia y libertad (Juan 11: 25).
Ahora, de ningún modo significa que aceptamos las atrocidades de quienes ingresan con metralletas a una universidad de Kenia a exterminar estudiantes que se encuentran consagrando su vida a Dios, mismo caso que las víctimas francesas de la revista Charlie Hebdo o las víctimas de violaciones, ejecuciones y decapitaciones por profesar una fe en Jesús. Dicho sea paso, los cristianos deberíamos ser los primeros en hacer oír nuestra voz condenando sin temor este tipo de actos, acciones frente a las cuales de seguro Jesús no quedaría indiferente, porque si fue capaz de enfrentar la hipocresía de los fariseos y el abuso de poder ¿no reaccionaría también con la misma fuerza en contra de actos repugnantes como los de estos grupos?
La paradoja es que la Gracia de Dios tiene un lado incomprensible, porque a pesar de reprobar actos inhumanos -como los ya mencionados-, Dios extiende su amor a todos los pecadores por igual, sean estos pescadores, guerrilleros, prostitutas, intelectuales, empresarios, estudiantes e incluso terroristas.
De esta manera, todos aquellos que han tenido, tienen o tendrán un encuentro con Jesús, el aniquilador del mal, el único capaz de exterminar la pecaminosidad humana, malos hábitos, injusticias y derroches, deben recordar que su nueva vida siempre estará por sobre las circunstancias de lo temporal, pues nuestra verdadera ciudadanía se encuentra más allá del mundo terreno como peregrinos y embajadores del Rey Eterno. Sirvan, entonces, dichos actos dantescos para valorar y agradecer la oportunidad de seguir resistiendo y anunciando el único gobierno indestructible y eterno.
Christian Maureira – Sociólogo, Fundador de CPAC - Chile
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