El evangelista Lucas, conocido por la pormenorización de sus relatos, aborda sin embargo uno de ellos
(Lc 7:36-50) en el que, de un personaje fuertemente dramático, oculta el nombre, aunque no esconde que era conocido por sus pecados.
Siempre me produjo una gran emoción la situación que se da: seguramente porque me veo reflejado en ella; y supongo que debe ocurrir lo mismo a cualquier cristiano. Pecamos y estamos necesitados del perdón de Dios. Y deberían darse las mismas circunstancias que se dieron en casa de aquel fariseo. Si no es conocida nuestra falta, Dios sí la conoce y además contrista al Espíritu Santo. La vergüenza por ella, la humillación ante Dios y la espera de su perdón no deben faltar, antes de darnos por restaurados. Pero me temo que los
tempos propios de cada aspecto se han reducido a la mínima expresión; la vida tan acelerada que llevamos nos empuja a ello. Sin embargo Dios no ha renunciado a una verdadera relación de un padre con su hijo.
Sin cuestionar la veracidad del personaje ni la situación, este texto extenso puede entenderse, además, como una metáfora que nos revela bien la posibilidad que tenemos de acercarnos, manchados con nuestras miserias, a un Dios absolutamente santo.
Delante de todos, pero sola ante Jesús
Que un personaje público invitara a Jesús a entrar en su casa, y que fuera un publicano o un fariseo, sería noticia que se difundiera rápidamente entre el pueblo. En este caso, Simón, un fariseo, había invitado a comer al Maestro; y llegando a oídos de ella, no perdió tiempo, se puso su mejor manto, tomó el frasco de perfume y salió, dejando su casa -quizá, para siempre- cerrada a la visita de cualquier hombre.
Seguramente en la casa de este fariseo habría un ambiente propio de ocasiones especiales, no de las de mostrar propiedades y riquezas y de servir muchos criados, pero sí de una gran expectación, porque Jesús el Nazareno la suscitaba siempre donde se encontrara.
Se había empezado a comer ya, pero persistía cierta tensión, como a la espera de
algo excepcional. Y esto se dio sorprendentemente con la entrada en el comedor de
aquella mujer, que no tuvo dificultad alguna para hacerlo, ya que debían conocerla, hasta los criados; seguramente era una ramera. Nadie pronunció una palabra al verla, y ella tampoco. No hizo más que arrodillarse a los pies de Jesús, que se hallaba, según la costumbre, recostado a la mesa. Durante algunos momentos no debió oírse más que sus sollozos y el ver asomar el asombro en la cara de los comensales mientras masticaban la comida. Y era tal el llanto, que “regaba” sus pies, pero los secaba con su abundante cabello; y los besaba, y los ungía con el perfume que había llevado… pero, el Maestro no decía nada, todavía. A ella no le importaba que no lo hicieran los demás, ni sentía vergüenza alguna ante ellos, pero el dolor de su alma a causa de sus pecados le angustiaba; y el perdón que anhelaba, no llegaba.
Por fin, habla el Maestro…
Momentos después, cuando Él comienza a hablar, no es para dirigirse a ella:
-Simón, una cosa tengo que decirte-. Y el Maestro relata una parábola; y tras un breve intercambio de palabras, oye cómo habla de ella, y
siente Su mirada. Y es testigo de que una de las cosas que le han dado fama, hablar con autoridad, sirve para recriminar al fariseo, quizá, más que una falta de hospitalidad, una carencia de amor. Pero aún tiene que escuchar, como una sentencia, que es responsable de “muchos pecados”; pero su profundo arrepentimiento de ellos, con tanta carencia de palabras como expresión humillada de amor, puede hacerla acreedora al perdón de Jesús. Y si fuera así, siendo públicos sus pecados, público será, igualmente, su perdón. Pero, no ha ido a solicitarlo a Simón; según corrobora poco después el propio Jesús
(v. 50), ha acudido al Único que podía perdonarlos, el Hijo de Dios. Como así es:
“Tus pecados han sido perdonados” (v. 48).
Cuando sale de la estancia, todavía resuena en sus oídos la despedida del Maestro,
“tu fe te ha salvado, vete en paz”. Paz aquí equivale a su restauración por Dios. A que es una mujer nueva entre los suyos.
¿Experimentamos nosotros a menudo esta situación cuando hemos pecado?
Sergio de Lis – Articulista - Madrid (España)
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