“Oh Dios, no guardes silencio; no calles, oh Dios, ni te estés quieto” (Salmo 83,1)
Los creyentes hemos ido aprendiendo a saborear los síes de Dios y a resignarnos ante sus noes, pero lo que de verdad nos cuesta aceptar son sus silencios. En un mundo de constantes ruidos, el silencio se nos puede llegar a hacer eterno. Y es que en la sociedad actual no se nos educa para el silencio. Estamos permanentemente rodeados por sonidos de todo tipo. Para muchos, el silencio resulta incómodo, cuando no aterrador. Los minutos de silencio en recuerdo de alguien que ha fallecido se han convertido en minutos musicales. En las iglesias ocurre lo mismo: tenemos música de fondo cuando se ofrenda y a veces también cuando se invita a orar en silencio. En suma, no sabemos qué hacer con el silencio.
El período intertestamentario, esto es, los aproximadamente 400 años que transcurrieron entre la muerte del último profeta del Antiguo Testamento y el ministerio de Juan el Bautista, son el ejemplo paradigmático del silencio de Dios. Ni el mundo ni su pueblo se vieron privados de su presencia y testimonio, pero no hubo comunicación nueva de parte de Dios para los seres humanos. Ahora bien, cuando Dios habló de nuevo valió la pena la espera. ¡Lo hizo nada menos que a través de su propio Hijo!
(“Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo”. Hebreos 1,1-2a.)
Si el mismo Dios en ocasiones guarda silencio, ¿por qué hay personas que dicen hablar en su nombre y que nunca callan, que siempre tienen algo que decir?Alguien me dirá que no, que Dios siempre habla, que somos nosotros los que no le escuchamos. Es posible que a veces sea así, pero hay otras ocasiones en las que su silencio
es el mensaje. El silencio de Dios puede convertirse en un grito atronador.
Nuestra sociedad nos empuja, casi nos exige, a tener siempre alguna respuesta. Incluso el refranero popular dice que “quien calla, otorga”. Craso error. Quien calla es dueño de sus silencios y maneja los tiempos. Deberíamos aprender de los silencios de Dios y hacerlos nuestros, meditar en ellos. Jesús mismo nos enseñó con su ejemplo que a veces es mejor callar
(“Pero Jesús no le respondió ni una palabra; de tal manera que el gobernador se maravillaba mucho”. Mateo 27,14).
Que nadie se engañe: los silencios de Dios no son síntoma de pasividad o desidia. Son una forma de responder.
Muchas veces creemos que lo que necesitamos es una respuesta clara e inmediata de Dios. Un sí o un no. A lo sumo un “
sí, pero…” o un “
no, pero…”. En el peor de los casos un “
espera…”. Sin embargo, ni se nos pasa por la cabeza la posibilidad de que nuestra petición encuentre como respuesta su silencio. ¿Cómo interpretar eso? Si yo tuviera la osadía de contestar a esa pregunta pecaría de soberbia. No lo sé –otra respuesta que nos cuesta mucho digerir, y más aún dar, pero que debería estar muy presente en nuestro vocabulario.
Desde el punto de vista del salmista que escribió el Salmo 83, Dios guardaba silencio, callaba. Las circunstancias eran difíciles, pero no había respuesta o, al menos, no del tipo que según él cabía esperar. Desde nuestra perspectiva, a este lado de la eternidad, el Señor permanece en silencio muchas veces. ¿De verdad respondía entonces y responde ahora con silencio, o es que solamente nos lo parece a nosotros? Insisto, eso no lo sabemos.
Existe un grave error de concepto que consiste en equiparar el silencio de Dios con un interrogante, con unos puntos suspensivos. Dios es soberano, y lo es en todos sus actos, en todas sus palabras, y también, cómo no, en todos sus silencios. El Dios de la Biblia no responde reaccionando a nuestros estímulos, impulsos, decisiones y acciones. No está condicionado por nuestra existencia ni limitado por circunstancia externa alguna. Antes bien, somos nosotros los seres humanos, criaturas suyas, quienes debemos reconocer cuál es nuestro lugar.
Dios se digna a respondernos en multitud de ocasiones, pero no está obligado a ello. Lo hace por pura gracia, porque nos ama. Tiene a bien comunicarse con aquellos que han devenido en sus hijos e hijas. Eso debería bastarnos.
La vida no se entiende, se vive. Cuando lleguemos a la meta y echemos la vista atrás, comprenderemos lo que ahora es puro misterio. Mientras, en nuestro caminar diario, es importante que transformemos nuestros “
porqués” en “
para qués”, que seamos humildes y sepamos acatar tanto lo que entendemos como lo que no, tanto los
síes como los
noes, tanto la voz poderosa y profética de Dios como sus silencios, y que podamos ser capaces de decir, parafraseando unas palabras de Job en el capítulo 1 y versículo 21 (NVI):
“El Señor ha hablado; el Señor ha callado. ¡Bendito sea el nombre del Señor!”
Rubén Gómez - Pastor y Traductor - España
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