Había una época en la que los veranos no empezaban cuando la escuela cerraba el chiringuito por San Juan. No,
el disparo de salida para el auténtico verano lo daba el Tour de Francia, una maravilla ideada por un equipo de mentes privilegiadas para que esos mediodías caniculares, de trigo seco, grillos pesados y rayos de sol a plomo pasaran con más fluidez. Durante parte de mi infancia y adolescencia, las primeras semanas de verano (en julio, durante las que los padres no disfrutaban todavía de vacaciones) se teñían de esa serpiente multicolor (sé que es un recurso cansino para hablar del Tour, pero me apetecía) que nos daba un garbeo por pueblecitos, puertos de montaña y lagos de la geografía francesa, una verdadera guía Trotamundos sin movernos de casa, con las persianas bajadas al más puro estilo vampiresco y con una lata de Coca-Cola con esas gotas resbalando y que daban más sensación de frescor.
El primer ganador que recuerdo de un Tour fue el francés
Bernard Hinault, un tipo elegante, de patillas setenteras (no eran vintage, es que estábamos en los 70) y que corría con un descaro abrumador. Nunca he entendido de ciclismo (ni de tenis, ni de fútbol, ni de básquet,…), pero como buen teleadicto, el deporte forma parte de las imágenes de mi vida, ya sea con Matts Wilander, Ivan Lendl, Jimmy Connors, Michael Jordan, Larry Bird, Pat Ewing, Maradona, Gary Lineker o Arkonada, pero también con ciclistas. Eso sí, con ciclistas en el Tour.
Sonará elitista, pero la Vuelta a España o el Giro de Italia me aburrían y no les encontraba la gracia (en el caso italiano, además, aparecían muchos corredores del país transalpino que no conocía, y que solían ganar), por lo que el Tour ganaba muchos enteros. Me acostumbré a nombres como los de
Joop Zoetemelk (no me digan que no suena bien),
Stephen Roche (un irlandés que llegó a ganar la ronda gala),
Robert Millar, Greg Lemond (sí, antes de Lance Armstrong hubo un norteamericano con dos títulos) o
Laurent Fignon, un personaje con una imagen no precisamente de deportista de élite: Fignon era flacucho, con poco pelo y, lo más curioso, corría con gafas, pero no con unas de esas de corredor, así como psicodélicas, no. Sus gafas eran metálicas y redonditas, como de niño empollón. Fignon además nos regaló en 1989 uno de los finales más emocionantes que recuerdo, cuando perdió ante Lemond por ¡ocho segundos! Imaginen: miles de quilómetros encima de la bici, lago arriba, puerto abajo y sólo ocho segundos de diferencia.
En esos años, ningún ciclista español destacó demasiado, hasta que llegó el precursor moderno de
Miguel Indurain (su reinado de cinco títulos se enmarca ya en los años 90):
Perico Delgado. Ganó un Tour (en 1988) y creo que hizo un par de podios en los años siguientes, pero ese Tour fue especial. Fue descubrir a un ciclista
que, en un equipo algo modesto (el Reynolds. O sea, un equipo patrocinado por el gran envoltorio de los bocatas hispanos, el papel de plata) consiguió superar a nombres como Fabio Parra, Sean Kelly, Marino Lejarreta, Robert Millar o Urs Zimmerman (no me pregunten por sus dotes escaladores, de esprínters o de gregarios de lujo, pero eran nombres que en la época me sonaban a muy buenos).
Años después,
la figura de Perico sigue presente en el Tour gracias a su papel como comentarista en TVE. Esta semana he estado siguiendo las andanzas de un grupo de corredores que ya no me llama la atención de la misma forma, unos ciclistas que me parecen más atletas, más fríos, más pendientes de una estrategia de equipo, pero sin el glamour de veinte años atrás, aunque soy consciente de que se trata de una de esas habituales idealizaciones de todo tiempo pasado.
Pero
Perico, como comentarista, me sigue pareciendo un crack. Sabe hablar, sabe transmitir, conoce y ama ese deporte y demuestra que hay ex deportistas con la capacidad y la dignidad suficiente de agarrar un micro y complementar la tarea de los periodistas encargados de la retransmisión.
Estos días me he reencontrado con lagos, puertos y pueblecitos gracias a Perico; con escapadas del gran grupo, demarrajes y sprints casi de foto finish gracias a Perico, y con la emoción de un deporte precioso, de líderes y gregarios, de esfuerzo y botellines de agua voladores gracias a Perico. Y sí, me ha pasado el mal rollo de comprobar cómo en el reciente Mundial de Futbol no pasaba lo mismo, con un ex futbolista (José Antonio Camacho) que ni sabe hablar, ni sabe comentar, ni se prepara nada. Por no saber, no sabe ni cantar un gol, convirtiéndose en las retransmisiones en una especie de invitado de piedra que va soltando comentarios parecidos a los de un grupito de colegas que, cerveza en mano y bufanda en cuello, van soltando improperios, tacos y sonidos algo guturales ante un gol, un mal pase o una tarjeta no enseñada.
El deporte televisado merece un respeto (y más en el caso del Mundial, con shares históricos que han superado el 80% al más puro estilo del
1,2,3, responda otra vez) y colocar al señor Camacho como comentarista es un atropello al periodismo y a una profesión. Perico Delgado, al menos, consigue que ese mal rollo se transforme en una sonrisa, en una ensoñación de primera tarde teñida por el Alpe d’Huez, los espectadores a un metro de los corredores y un esfuerzo que ni Camacho, ni JJ Santos ni Sara Carbonero sabrán nunca qué significa.
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