Sólo hace falta que las circunstancias sean las propicias para un cambio de opinión y… ¡sorpresa!, tendremos ante nosotros justo lo contrario de lo que en su momento consideramos oportuno desde el pleno convencimiento.
Las paradojas en las que nos movemos son muchas y variadas. No sólo es que nuestras emociones sean volubles (que lo son, y mucho, lo que explica buena parte de esas “idas y venidas”), sino que además parecemos tener bastantes mecanismos para hacer encajar aquello que no lo hace de forma natural.
La famosa teoría de la disonancia cognitiva viene a decir que cuando algo no nos cuadra en nuestra mente, buscamos la manera de hacerlo encajar, ya sea rellenando las lagunas de información con datos ficticios, buscando hipótesis que nos permitan asimilar aquello que se nos escapa y permitiéndonos funcionar a través de ellas, aún cuando no puedan responder a la realidad de manera acertada. Y así seguimos nuestra vida, tan “campantes”, como si nada hubiera pasado. Eso sí, a veces estos mecanismos pasan factura, porque lo que al principio era una estrategia funcional para actuar en lo inmediato, resulta asentarse por completo y le damos una credibilidad absoluta, olvidándonos de que, en su momento, tuvimos que hacer “añadidos” en nuestra mente para que todo cuadrara. Actuamos, entonces, como si todos los elementos fueran reales, basados en hechos inapelables, y vamos acumulando teorías ficticias, unas sobre otras hasta que, a veces, los desencantos al toparnos con la realidad son más que importantes.
Todos estamos sujetos a esto, por más que queramos evitarlo. Las primeras impresiones sobre los demás se forman, de hecho, de forma parecida. Establecemos asociaciones entre los primeros datos que conocemos de una persona y determinados rasgos de personalidad y nos creamos una imagen mental de lo que pensamos que ese individuo es, intentando pronosticar cómo se comportará y orientando, por tanto, nuestra propia conducta en última instancia. Pero la verdad es que no conocemos a esa persona, ni mucho menos. Sólo tomamos unos cuantos rasgos superficiales que nosotros nos encargamos de “adornar”.
No parece entonces que nos guiemos en la vida tanto por información realista como por nuestras propias intuiciones, mecanismos de anticipación o generalizaciones bastante vagas que a menudo nos llevan a error. De ahí que muchas de nuestras actuaciones sean inconsistentes y nuestra convivencia esté plagada de malentendidos originados en nuestras propias contradicciones, pero trasladadas a los demás, uniéndose éstas, además, a las suyas propias.
Pensemos, si no, en la vida de pareja, por ejemplo. Vemos algo que no nos gusta en el otro y hacemos nuestra propia interpretación de lo sucedido sin contrastar la información con él. Pasan los días y venimos intentando confirmar nuestra teoría (que damos por absolutamente cierta ya) y desechamos, aunque inconscientemente, todo aquello que la echaría por tierra. Y si no fuera posible porque algo no encaja, para eso tenemos la famosa teoría de la disonancia cognitiva, por la cual haremos ajustes en esa hipótesis inicial nuestra hasta que consigamos que sea coherente y se amolde a nuestra percepción de la realidad. Luego vendrán las interacciones basadas en la nueva teoría:
- Cariño, ¿estás enfadada?
- No. (Eso sí, dicho con cara de pocos amigos, porque en el fondo creemos que, si verdaderamente nos quisiera, debería saberlo y que, si nos pregunta eso será por algo, porque se sienta culpable o algo peor. Y si se siente culpable, seguro que también es por algo.)
Veredicto: culpable. Y así en mil esferas de la vida. ¿Quién nos entiende, entonces?
Respecto a lo trascendente y lo espiritual hacemos justamente lo mismo. Decimos querer vivir el presente, el aquí y el ahora como si no hubiera una mañana, pero sin embargo, hacemos planes para el fin de semana, para las próximas vacaciones o abrimos un plan de pensiones. Es más, dejamos para mañana lo que podríamos hacer hoy, dando por hecho que mañana podremos hacerlo. No creemos en la vida después de la muerte, pero cumplimos con ciertos ritos o supersticiones “sólo por si acaso”. No creemos que haya Dios, pero, eso sí, cuando algo ocurre que nos disgusta o nos pone en jaque, rápidamente buscamos responsabilidades en ese Dios que, según nosotros, no existía, y le pedimos explicaciones que hagan cuadrar nuestra propia teoría: la de que un Dios que no responde no puede existir, o bien no le importamos un rábano. Eso confirma a su vez la premisa de que un Dios así no puede interesarnos y por tanto, hacemos bien en seguir en “nuestras trece”. Todo controlado.
La gran cuestión aquí no es, sin embargo, si Dios encaja en nuestras teorías hechas a medida, sino más bien si hemos entendido algo de Dios a partir de premisas reales, las que Él sí ha revelado, pero a Su manera, no a la nuestra. Dios no resolverá cuentas con el ser humano según lo que el hombre haya querido entender a partir de sus propios ajustes mentales, sino que ha manifestado claramente cómo funciona Él respecto a nosotros y qué se espera que nosotros hagamos al respecto. No entender a Dios e intentar cubrir esas lagunas con información de la propia cosecha no nos ayuda en nada. Pensar que no habrá un mañana más allá de nuestra muerte simplemente porque no podemos abracarlo con nuestra mente finita, tampoco. Rechazar el plan de salvación gratuito que el Señor ofrece a través de Jesucristo sólo porque no lo comprendemos, no sigue nuestras maneras de actuación o no nos encaja en nuestra idea de lo que debe ser Dios, nos pondrá ante la decepción y la tragedia mayores cuando tengamos que presentarnos ante ese Dios Todopoderoso y tendremos que echar por tierra todas nuestras ideas creadas. ¿Por qué teoría sostenible tenemos nosotros todas las respuestas y Dios ninguna en absoluto?
Quizá nos toca cambiar de teorías, ¿no?
Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos,ni vuestros caminos mis caminos, dijo el Señor. (
Isaías 55:8)
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