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Llorar en primera persona

Lo que la famosa canción decía de que “algo se muere en el alma cuando un amigo se va” se ha convertido en tópico de tanto usarlo, en una frase casi sin sentido por tanto abusar de ella, pero sigue siendo, qué duda cabe, una gran verdad al margen de todo esto. De eso se da uno cuenta cuando vive la pérdida del amigo en primera persona, aún cuando sea en la distancia, como es mi caso hoy.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 20 DE MARZO DE 2010 23:00 h

No hace ni cinco horas (*) conocía la pérdida fulminante, sin previo aviso ni nada que lo augurara, de un buen amigo, cercano en la distancia, presente siempre cuando ha sido necesario y entrañable desde hace años, no sólo para mi familia, sino para mí personalmente, al cobijo de la comunidad cristiana que me vio convertirme, bautizarme y evolucionar en mis años adolescentes. Él tuvo un papel fundamental para mí desde el liderazgo de esa iglesia por la que tengo especial cariño y que conservo en mi recuerdo permanentemente, la Iglesia Betel en Málaga.

No soy especialmente dada a homenajes, sobretodo porque generalmente se tiende al exceso y a la exageración, al halago y a la distorsión. Pero, como siempre, la muerte nos reorganiza la agenda y nos obliga a introducir cambios en nuestros esquemas, a optar por caminos alternativos, al margen de tenerlos o no previstos. En mi agenda personal no constaba, evidentemente, no volver a ver a Miguel Rueda nunca más, no intercambiar con él unas risas o recordar viejos tiempos la próxima vez que coincidiéramos. Mucho menos dedicar este artículo a despedirme de él, aunque sea de forma simbólica. Quizá sea justo ese elemento, el de la “no despedida”, el que me lleva a hacer de estas líneas, no tanto un homenaje, sino una reflexión personal, un adiós tipo “plan B”, sin alardes, pero con profunda pena y con sentido desgarro porque, si la muerte llega (y llegar, llega seguro) no nos deja indiferentes ni callados a ninguno. Todos reaccionamos ante ella, sea con dolor y llanto, temblor o furor de enfado. Y es que, tal como decía Luis Fonsi en su canción Sería fácil, “el que no siente su dolor, es sólo por una razón: porque está muerto”. La vida tiene estas cosas: es bonita, pero duele.

Las emociones forman parte del ser humano. Nos constituyen como personas, por molestas e insufribles que nos puedan resultar. A menudo no nos gustan y huir de ellas resulta, como poco, tentador y peligroso, porque nos reducen al simple automatismo, sin variación ni sombra de lo que significa vivir desde la realidad de estar hechos de carne y hueso, siendo frágiles y vulnerables, también y por encima de todo, a la muerte misma.

Recuerdo a Miguel en la distancia más cercana, generacional y geográfica, como alguien que siempre ha sabido estar conmigo como hacen los amigos (los mejores, por cierto) esos que no te hace falta ver todos los días para saber que los tienes. Los que te apoyan aún en el silencio, los que se saben apoyados con el tuyo. Aquellos que ocupan un espacio privilegiado en tu vida porque han formado parte de tu avance, de tu sustento en momentos difíciles, los que dejan una huella personal y espiritual, imborrable aún con el paso de los años.

Asumo lo que implica que hable desde mi prisma, desde la primera persona, como no puedo, ni quiero, ni, por cierto, sé hacer de otra manera. No todos somos percibidos por los demás de la misma forma y a Miguel no siempre se le entendió, algo que nos pasa a todos. Ninguno, no lo olvidemos, estamos llamados a ser comprendidos en todo y por todos. Y aún a pesar de eso, muy por encima de eso, fue un hombre entregado al Evangelio, a vivir por una causa: la de llevar a otros el mensaje de Cristo ansiando estar algún día justo donde ahora está, en presencia de Su Salvador.

Hoy su mutismo es forzoso, lo impone la muerte misma, pero me hablan los recuerdos, las largas conversaciones, los muchos ratos amables… también los malos momentos compartidos codo a codo. Hoy lloro en primera persona cuando, por mi profesión, el dolor es una constante, pero casi siempre vivida desde fuera, desde los ojos de otros, no los de uno mismo. Así duele más intenso, qué duda cabe, se sienten más las heridas, las ideas se me agolpan y la claridad de falla. Pero la muerte, sin duda, es tragedia para todos, en vivo o en diferido.

La pregunta es obligada: ¿Qué significa la muerte en la vida de un cristiano? ¿Significa que no duele, que estamos cauterizados por la fe que se nos ha dado? ¿Implica que somos ajenos, como si de máquinas habláramos, a lo que la muerte implica? ¿Que vivimos en otro mundo y que hablamos idiomas distintos a los que no comparten esa fe con nosotros? No nos equivoquemos. La muerte es la misma para todos, duele a los que quedan atrás, deja un vacío intenso, agudo, punzante… pero nos diferencia un elemento fundamental y tan sólido como la muerte misma: la realidad de una esperanza que no se basa en suposiciones personales, sino en las promesas del Dios Altísimo. Hay un himno (“Soy sólo a la gracia deudor”) que hoy mismo, curiosamente, consideraba y que refleja de forma maestra la convicción de la que hablo respecto a la salvación que nos respalda: “Los santos que están con Él –dice la letra- no están más seguros que yo”.

Esto es lo que caracteriza al verdadero creyente: sabe que la muerte es sólo un tránsito necesario, doloroso, pero que abre las puertas del disfrute de la verdadera Vida plena, la que se escribe con mayúsculas porque tiene carácter eterno. Al cristiano, como al apóstol Pablo, la muerte le resulta ganancia (Filipenses 1:21) no por una cuestión de enajenación transitoria, como algunos pudieran pensar, sino porque ha entendido que, si su vivir es Cristo, estar con Él es muchísimo mejor.

Mi amigo Miguel disfrutaba su vida plenamente aquí, la amaba como el regalo precioso que había recibido de Dios mismo, con todo lo que ello incluía. Pero por encima de todo tenía la vista puesta en que lo que estaba por venir, aún previo pago con su vida en el momento en que Dios tuviera a bien pedírsela, sabiendo que lo que le esperaba era muchísimo mejor. En su tiempo aquí dedicó muchos esfuerzos y tiempo a hablar con pasión de su Salvador, buscando que muchos pudieran llegar a este convencimiento: que la vida que nos es dada es transitoria, que Cristo ofrece con su sacrificio una visión de la existencia que va mucho más allá de lo que nuestros años aquí nos aportan y transmitía su firme convicción en que nada de lo que vivimos aquí trasciende ni tiene importancia si no nos hemos encontrado frente a frente con Cristo para aceptar Su sacrificio y vencer el poder de la muerte, no de la que viene dada como parte intrínseca de la vida, sino la que nos aleja permanentemente de Dios mismo y de Su gracia.

Creo que no me equivoco si hago de estas líneas la humilde continuación de lo que Miguel predicó a lo largo de sus años de vida. Que hay un tiempo para todo, tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar, tiempo de recoger lo plantado… y este es el tiempo aceptable, el que Dios pone a nuestro alcance para que optemos por la decisión que nos da una proyección de eternidad a la sombra del abrigo del Omnipotente: reconocer a Cristo como Señor y Salvador de nuestras vidas, al margen de quien la vida no sólo no tiene sentido, sino que pierde su esencia por faltarle el disfrute de compartirla con Aquel que nos la dio.

Que si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ó que vivamos, ó que muramos, del Señor somos (Rom. 14:8)


(*) Este artículo fue escrito el pasado domingo 14 de marzo de 2010
 

 


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