¿De dónde procede semejante visión reduccionista que equipara la humanidad con la cantidad de materia, el número de células que se posee o el aspecto físico? Pues de un antiguo y obsoleto argumento evolucionista, ideado por Ernst Haeckel (1834-1919) y conocido como "ley biogenética fundamental". Esta pretendida ley afirma que las etapas del desarrollo embrionario (la ontogénesis) recapitularían la historia evolutiva de la especie a la cual pertenece el organismo en cuestión (la filogénesis). Los que todavía creen en esta ley piensan que el embrión pasa en su desarrollo por las formas fundamentales de los animales inferiores que le precedieron en la evolución a lo largo de las eras geológicas, antes de llegar a su apariencia humana definitiva. Tal “ley” sirve de base para crear toda una filosofía que tolera el aborto o la experimentación con embriones humanos en las primeras etapas de su vida pues, ya se sabe, si es primitivo o inferior se puede eliminar sin demasiadas objeciones éticas. ¿Qué problema habría en destruir una esponja, un gusano, una sardina, un lagarto o un gorrión? Si el embrión humano realmente pasara durante su desarrollo ontológico por cada una tales etapas, ¿qué reflexión ética sería capaz de oponerse cabalmente a su eliminación, sobre todo si ésta se requiere para curar a un adulto enfermo?
Afortunadamente, hoy sabemos que las diferentes etapas embrionarias de un ser humano, como las de cualquier otra especie animal, no se pueden entender como una serie sucesiva de seres diferentes, sino como el proceso de modificación morfogenética de un mismo individuo. El estudio comparado del desarrollo de los embriones aportaría, según creía el neodarwinismo, una de las pruebas clásicas en favor de la evolución. Determinadas similitudes entre embriones de peces, aves, mamíferos y seres humanos demostrarían que todos ellos descienden de antepasados comunes parecidos a los peces. Darwin lo explicaba así: “De dos o más grupos de animales, aunque difieran mucho entre sí por su conformación y costumbres en estado adulto, si pasan por fases embrionarias muy semejantes, podemos estar seguros de que todos ellos descienden de una misma forma madre y, por consiguiente, de que tienen estrecho parentesco. Así, pues, la comunidad de estructura embrionaria revela la comunidad de origen [...] La embriología aumenta mucho en interés cuando consideramos al embrión como un retrato, más o menos borroso, del progenitor de todos los miembros de una misma gran clase” (6).
Estas ideas fueron recogidas en la ley biogenética de Haeckel que afirmaba, tal y como hemos dicho, que la ontogenia o desarrollo embrionario de un organismo era una recapitulación breve de su filogenia o secuencia evolutiva de las especies antecesoras. Es decir que, durante los primeros estadios en el útero materno, los embriones pasaban por formas que recordaban las transformaciones experimentadas por sus ancestros a lo largo de la evolución. Se señalaba, por ejemplo, que en los embriones humanos igual que en los de gallina, se podían observar arcos aórticos similares y un corazón con sólo una aurícula y un ventrículo como el que poseen los peces actuales. Esto se interpretaba como una prueba embriológica de que tanto los hombres como las aves habían evolucionado a partir de sus antepasados los peces.
El problema de los dibujos que realizó Haeckel, en los que se comparaban diferentes fases de desarrollo embrionario de ocho especies animales: un pez, una salamandra, una tortuga, un pollo, un cerdo, un ternero, un conejo y un ser humano, como se pudo comprobar años después, es que fueron maliciosamente retocados en las primeras etapas para hacerlos más parecidos. En realidad, cuando se analizan los embriones tempranos de las diferentes clases de vertebrados, se observa que éstos presentan notables diferencias. El de los peces posee casi un aspecto esférico. En los anfibios es más ovalado. Los reptiles se caracterizan por su alargamiento, mientras que en las aves se llega a un mayor tamaño de la cabeza. No hay duda que el embrión de los mamíferos es el más complejo desde el punto de vista estructural. Esto lo explica con mucho detalle el biólogo norteamericano, Jonathan Wells, en su obra
Icons of Evolution (7).
Los embriólogos han sabido durante más de un siglo que los embriones reales nunca se asemejan tanto como en los dibujos de Haeckel y, por lo tanto, se cree que el biólogo alemán los retocó deliberadamente. En el año 1998, el embriólogo británico, Michael Richardson y su equipo, compararon los dibujos de Haeckel con fotografías de embriones reales y demostraron que estos dibujos tergiversaban la realidad (8). Ocho años antes, Charles Devillers y algunos colaboradores, publicaron un artículo en la revista
Mundo científico, en el que comentando estos antiguos dibujos, decían: "Haeckel realizó múltiples falsificaciones. Todas las figuras del estadio 1 están casi íntegramente inventadas para establecer los parecidos y sacar las conclusiones esperadas. El parecido externo es forzado y los embriones de lagartija y de pez nunca tuvieron este aspecto" (9). Hoy podemos afirmar que el descubrimiento de los mecanismos genéticos supuso la muerte definitiva de la ley de Haeckel, puesto que se demostró que su teoría de la recapitulación no puede ser justificada fisiológicamente. Son tantos los datos de la embriología que contradicen esta ley que pronto fue abandonada por la comunidad científica. Sin embargo, pese a este rechazo, la verdad es que todavía continúa apareciendo en los textos escolares de secundaria como una confirmación de la teoría transformista.
En la actualidad, los embriólogos saben que los embriones de los vertebrados se diferencian progresivamente en varias direcciones, sólo para converger en apariencia a la mitad proceso y después volver a divergir hasta formar órganos o estructuras que pueden ser parecidas entre sí, pero que se han formado a partir de células o tejidos absolutamente diferentes. Por ejemplo, la presencia en los embriones de los mamíferos de un corazón con dos cavidades y unos arcos aórticos parecidos a los de los peces, se debe a que tales embriones sólo necesitan en las primeras etapas de su desarrollo una circulación simple, puesto que están alimentados por medio de la placenta materna. Pero más tarde, la circulación sanguínea se vuelve doble a fin de que los pulmones permitan la respiración autónoma del recién nacido. De forma que la presencia de tales órganos se debe a las diferentes necesidades fisiológicas del embrión durante el desarrollo y no a su pretendido parentesco evolutivo con los peces. La forma de los órganos de los embriones viene impuesta por las exigencias fisiológicas y no por su pasado filogenético.
Contra las pretensiones de la ley biogenética, finalmente ha sido la genética quien ha aportado la prueba definitiva. El ADN de cada especie está determinado únicamente para desarrollar el cuerpo de los individuos que pertenecen a dicha especie. No es capaz de volver a recrear en el desarrollo embrionario las etapas de otros organismos supuestamente anteriores y relacionados entre sí. El genoma de cada ser vivo sólo expresa aquello que corresponde a su propio género. Como reconoce el evolucionista, Pere Alberch, del Museo de Zoología Comparada de la Universidad de Harvard: “El descubrimiento de los mecanismos genéticos dio la puntilla definitiva a las leyes de Haeckel, demostrando que la teoría de la recapitulación no puede ser justificada fisiológicamente [...] En resumen, la biología del desarrollo jugó un papel cada vez menor en la teoría de la evolución. Muestra de ello, [...] es el insignificante papel que tuvo la embriología en la llamada “Nueva Síntesis” darwiniana de los años 40 de este siglo” (10).
La ley biogenética de Haeckel no es capaz de explicar los hechos comprobados por la embriología, ni constituye tampoco un argumento sólido en favor del darwinismo, y además fue abandonada por la ciencia hace ya muchos años, ¿cómo es que continúa apareciendo todavía como prueba de la evolución en tantos libros escolares?
En realidad, esta idea del cambio embrionario progresivo ya había sido expuesta también por el filósofo griego Aristóteles, aunque de forma más rudimentaria, cuando escribió en su libro,
De la generación de los animales: “Primero está lo vivo, después lo animal, y por último el hombre” (11). Pues bien, esta tesis ya no es sostenible actualmente pues ha sido superada por la nueva biología que no admite un cambio del individuo, y menos todavía de su especie, a largo del proceso de la embriogénesis. Es absurdo por lo tanto pretender una estratificación del desarrollo del embrión humano y extrapolar aquello que sólo son etapas diferenciales de su aspecto externo a su condición de ser vivo que pertenecería a diferentes especies. La existencia de cada embrión humano y de su aspecto a lo largo del tiempo depende de la información contenida en el genoma de cada una de sus células. Los cambios morfológicos que experimenta un embrión no son de ninguna manera una sucesión de seres diferentes, sino las diversas etapas por las que debe pasar en su desarrollo como ser singular. Estos cambios de forma se deben al cumplimiento de un programa de expresiones génicas en el espacio y el tiempo, que ya existen desde el momento de la concepción.
La singularidad del embrión, que se basa en la información que contienen sus genes, es propia de cada individuo, con la excepción de los gemelos monocigóticos, (que casi resulta irrelevante puesto que es inferior al 0.2%). Este programa de desarrollo morfogenético está establecido en el ADN singular de cada embrión y se originó en el preciso momento de la fecundación. Por lo tanto, se debe reconocer que el individuo único y singular es el mismo siempre, desde la concepción hasta la muerte, y es el fruto de todas las células que lo constituyen, tanto si se trata de unas pocas como si son trillones.
Es verdad que tras la anidación se produce la gastrulación y la posterior aparición de las capas germinales primitivas, pero esto no supone ningún cambio en la esencia del embrión. Lo que pasa es que se acentúa la relación entre éste y su madre hasta el punto de que si no se da dicha dependencia el embrión muere. Sin embargo, la anidación no añade ni quita nada a la nueva vida en sí misma, lo que hace es únicamente suministrar un ambiente óptimo para su desarrollo. En cualquiera de las etapas por las que pasa, en las cuales el embrión muestra una capacidad por cambiar continuamente, no deja de pertenecer siempre a la misma especie humana de su madre. Por esto, se puede decir que el embrión es ya un ser humano antes de su anidación.
LOS GEMELOS MONOCIGOTOS
En cuanto a la idea, defendida por algunos, de que la individualidad del embrión no queda garantizada hasta el momento de la anidación y a las objeciones que se plantean sobre los gemelos monocigóticos, en los que un ovocito fecundado podría convertirse en más de un individuo, así como al fenómeno contrario del quimerismo, en el cual se puede producir un embrión mediante la fusión de dos embriones anteriores, podemos decir que en esta concepción se suele olvidar, una vez más, el significado genético que es el elemento constitutivo determinante de cada individuo. Ya se ha dicho que la formación de gemelos monocigóticos es un suceso accidental que tiene una probabilidad inferior al 0.2% y que efectivamente demuestra que la individualidad genética del embrión no implica la indivisibilidad hasta la anidación.
No obstante, a aquellos que pretenden usar esta realidad para justificar la destrucción de los embriones que todavía no se han implantado, se les podría responder que si se hace esto es posible que no se sacrifique sólo una vida humana, si no dos, en el caso de los gemelos. Por otra parte, en la especie humana se han descrito también ejemplos de quimerismo en personas adultas. Normalmente, la existencia de una quimera humana se descubre al constatar la existencia de células con dotaciones cromosómicas sexuales diferentes XX/XY; es decir, el individuo tiene células femeninas y masculinas a la vez. Esto hace suponer que puede haber también otros casos de quimeras que pasan desapercibidos por ser los individuos XX/XX o XY/XY. O sea, formados por dotaciones cromosómicas pertenecientes a individuos diferentes pero del mismo sexo. El razonamiento es parecido al de antes, si destruimos un embrión quimérico antes de su implantación uterina, ¿acaso no estamos sacrificando también una vida humana que podría llegar a ser una persona adulta normal?
El hilo conductor de la vida de cualquier ser es la información genética y ésta no cambia desde el momento de la concepción hasta la muerte, lo que cambia son los diferentes repertorios de genes que se activan o desactivan en cada momento del desarrollo para adaptarse al ambiente y a las necesidades del embrión.
El análisis de los genomas de las diferentes especies animales ha evidenciado que hay básicamente dos tipos de genes: los
estructurales, que son los responsables directos de las diferentes formas o estructuras que adoptan los seres vivos, puesto que cuando se activan dan lugar a las proteínas que determinan la función específica de cada célula, y los genes
reguladores, que son los que controlan siempre a los estructurales en el tiempo y en cualquier lugar. En un posible ejemplo didáctico, se podría decir que los genes reguladores equivaldrían al director de una orquesta, mientras que los estructurales representarían a los diferentes músicos de la misma con sus particulares instrumentos. En el supuesto que nos ocupa, el desarrollo embrionario, los genes reguladores reciben estímulos del exterior y determinan cuándo se debe producir una proteína concreta por realizar una función específica, y dan la orden necesaria a los genes estructurales para que así lo hagan. Es entonces cuando la célula, en la que todo esto pasa, inicia un proceso de especialización. El conjunto de todas las células y tejidos del embrión, que van aumentando en número y tamaño a partir del cigoto por divisiones sucesivas, aunque poseen individualmente la misma información genética, se diferencian y especializan como consecuencia de la expresión de los genes estructurales bajo la batuta de los genes reguladores.
Por lo tanto, si hay una continuidad genética dentro de las células embrionarias ha de haber también una continuidad biológica. Las variaciones que experimentan los embriones se explican como consecuencia de un programa de actividades genéticas que está perfectamente establecido desde el momento de la fecundación. Hoy sabemos que este momento es, desde el punto de vista biológico, mucho más decisivo y determinante que el momento posterior de la anidación. Aunque no haya unidad ni unicidad. No creo que en el presente momento, después del descubrimiento de la elevada complejidad y sofisticación del genoma humano, se pueda discutir la condición de vida humana que evidencia el embrión.
Nadie duda de que un renacuajo es un anfibio, o que una larva de erizo de mar sea un equinodermo, o que cualquier oruga que come hojas es un insecto predestinado a convertirse en mariposa. Nadie cuestiona que cada una de tales fases o etapas por las que pasan los animales pertenece a una vida única que es la misma desde la fecundación hasta su muerte. ¿Por qué entonces no se considera del mismo modo al embrión humano? ¿Cómo es que en nuestro caso se procura diferenciar etapas de más o menos dignidad humana o categoría vital?
Todas las características biológicas propias del ser humano, como su aspecto físico, el funcionamiento fisiológico, el comportamiento o las relaciones con el medio ambiente que se van configurando después del nacimiento, tienen su origen en el genoma singular de cada persona, que no cambia desde el momento de la concepción. Esto significa que tal inmutabilidad genética, que está en la base de la identidad y la esencia humana, es un poderoso argumento a favor de considerar al ser humano, desde su concepción hasta la muerte, como persona con el mismo grado. Por lo tanto, si entendemos al embrión como persona, le hacemos también participar de una especial dignidad que impide tratarlo como un medio por otros fines, puesto que todo ser humano es un fin en sí mismo. Esta conclusión implica que durante los catorce primeros días después de la concepción, el embrión no debiera ser tratado como "cosa" sino como verdadero "sujeto". Y también desde la fe, podemos decir que la vida humana merece respeto, debe ser protegida y ayudada a partir del primer momento de la fecundación, porque pertenece a Dios.
Referencias bibliográficas
6. Darwin, Ch., 1980,
El origen de las especies, Edaf, Madrid, 446-447.
7. Wells, J., 2000,
Icons of Evolution, Science or Myth?, Regnery Pub., Washinton, EEUU.
8. Richardson, M. K., Hanken, J., Selwood, L., Wright, G. M., Richards, R. J., Pieau, C., and Raynaud, A., 1998, Haeckel, embryos, and evolution,
Science, 280(5366):983, 985–986.
9. Devillers, Ch., Chaline, J., i Laurin, B., 1990, En defensa de una embriología evolutiva,
Mundo científico, n° 105, Setembre, 10:918-924.
10. Alberch, P., 1984, La embriología en el darwinismo: un problema clásico con nuevas perspectivas, en P. Alberch y otros (ed.),
Darwin a Barcelona, PPU, Barcelona, 401-442.
11. Aristóteles, 1994,
Reproducción de los animales. Editorial Gredos. Madrid.
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