En la selva fría

Hay tres razones que confirman mi distancia del punto de encuentro. La primera es geográfica, y es que aún estamos en la provincia del Chubut, Patagonia de alma, pero aún bastante al norte del lugar intuido. Debería pasar Corcovado o Trevelin para sentirme más seguro al respecto. La tarjeta dice tan sólo Patagonia, y eso es un lugar muy grande; sin embargo, uno no puede evitar pensar sobre ella en un lugar indeterminado, más perteneciente al territorio de la imaginación, más cerca de Tierra de Fuego que de los Andes, todavía respirándonos en el cuello. Uno piensa en las Malvinas, o en cruzar el estrecho de Magallanes con sus insondables fosas, prácticamente inexploradas, piensa en parajes más gélidos y azules que éste, ya lo suficientemente frío, y febril. Tirito en el interior de mi anorak rojo y empapado por la madrugada. La segunda razón es esta especie de sensibilidad ante los acontecimientos, esa inexplicable voz que debe proceder de las terminaciones nerviosas, avisando que falta un trecho. No se puede describir totalmente. Es la intuición del viajero que ha olvidado el camino de regreso.

El paisaje habla: afirma nuestras debilidades: densos placeres de coníferas. Familiares de los pinos exhalando ese olor sutil y siempre presente, esa acidez áurea originaria de la savia dulzona y pegajosa, que se suele quedar entre los dedos, junto a las picaduras de mosquitos. El rasgo selvático del páramo es frío, mudo y quieto, salvo en la superficie de las aguas. Es un espacio que raya en la senectud, es perenne y maldito para los tehuelches. Boquete de Oyarzún, llamaron los españoles al collado que viene a caer aquí. Pozo. Pero sin la profundidad que buscaba. Relincha un caballo a lo lejos, o eso quiero escuchar. En cualquier instante puede suceder lo inesperado, por eso todo está tan, tan quieto. Quietud parda, cuando despunte el día. El sonido procede de la Pampa, el lugar de las aventuras alucinantes. Hoy nos preocupan cosas distintas. La cercanía de la eternidad, o quizá algo que nos permita ser más arrogantes. La eternidad se recorre mejor a lomos de un buen caballo, y aquí los senderos se han dispuesto para las motocicletas cochambrosas y ansiosas de mundo.

Me paro. Carlos me interroga con la mirada, sabiendo que no es el destino que necesito. Pero la intuición, o la necesidad de caminar aun con la certeza de no estar seguro de casi nada, vuelven a ponerme en marcha hacia un pequeño banco de piedra, salpicado de musgo purpúreo, junto a un terreno pelado y oscurecido. Carlos dice que ahí pudo existir un asentamiento tehuelche, con sus fascinantes tiendas de piel de animal, con su fábrica de flechas, con sus cabellos rojizos, su lengua compleja, sus adornos de ñandú, su segunda piel de jaguar, y su capacidad para el negocio. Sus técnicas de caza y ganadería sorprendieron a los primeros visitantes; su conocimiento sobre el río Senguerr fue útil para los comerciantes de bovino, para los pescadores de truchas (aunque ellos eran reacios a consumir pescado), que acudían incluso desde Chile. Es difícil saber si es una zona ocupada por este pueblo, porque como sucede con otras etnias avanzadas, la trashumancia era tan común en ellos como la afición por la magia y la lluvia, ambos elementos que no vieron demasiado, a pesar de las horas empleadas en su invocación.

La tercera razón que me ha conducido a la conclusión final es que nadie nos espera. Esperamos en silencio reverente algo más de una hora, contemplando todo el horizonte gaseoso. Puede que seamos de las personas más libres en estos momentos, pero tampoco es tan importante. Los elementos de la imagen desplegada ante nuestros ojos están dispuestos con una sabiduría extrema, bajo un cielo no hipotecado. La soledad se excava en torrentes; es una idea recurrente en mi, a la luz de los últimos acontecimientos.

Pasa un nimbo de aves, azulonas y hermosas. Es uno de esos instantes que quiero conservar intacto para el resto de la vida, con la convicción de que enseguida, tan sólo unos segundos más tarde, lo que antes era una impresión vívida pasará a ser un recuerdo que se deteriora, y más tarde un conato de desaparición ante la que no puedo hacer nada más que prestar atención, una atención de viajero salvaje, con mucho por releer, mucha providencia por recorrer, muchas cruces consumadas por observar. Pues no bastará únicamente con dar lo mejor de mí mismo para pasar sobre el mundo del modo apropiado.

Al inclinarme hacia un lado para sentarme en el banco, resbalo y se produce un sonido similar al de una rueda de bicicleta sobre un montón de hojas secas. Me apoyo en el asiento tosco, y descubro algo que no había visto antes, tan absorto estaba en otras corrientes. Pero lo reconozco en seguida. Se trata de una nueva tarjeta. Miro alrededor, poniendo a trabajar mi agudeza visual en cualquier punto, cualquier objeto viviente, que señale al individuo que ha puesto la tarjeta sobre ese banco, sabiendo, o puede que intuyéndome como yo he intuido la proximidad de esta tarjeta, que yo pasaría en esta hora por este punto concreto del mapa. El texto es más corto, más directo, pero no muy reconfortante.