El tren parará siete veces para cargar agua. Es una auténtica máquina de vapor, con un ruido ensordecedor, y unos andares de péndulo. Recorrerá cien kilómetros en siete horas. Desde siempre he querido viajar en algo así, y no me importa hacer este primer trayecto corto, volver a El Maitén, esperar una hora, y hacer las siete siguientes hasta Esquel. A veces hay quien se anima a hacer el trayecto completo, por setenta pesos, pero el trayecto turístico es el último del día, y no podré retomarlo en un par de días (aquí los cortes imprevistos del servicio son habituales) así que esta es la oportunidad perfecta. Oigo unas pisadas vaporosas de fondo, pero nadie se ha molestado a mirar aquí dentro. Crujen piezas metálicas. Silba lo que debe ser un pistón, o eso dice mi imaginación; una pieza moderna acoplada con astucia en una maquinaria de los años veinte. Hice algunas averiguaciones antes de subir, y por lo visto el vagón principal pasará unas horas en el taller para tratar de admitir un repuesto de otra máquina, uno de esos recambios que ya no se fabrican, que son extirpados cubiertos de grasa, pasando finalmente a la estantería de un museo de ferrocarril que sólo unos cuantos valientes visitarán.
Oigo a los turistas poniendo a prueba la paciencia de sus cámaras fotográficas. Oigo sus comentarios, y no entiendo prácticamente nada de lo que dicen. Oigo a alguien reír, y tocar una guitarra. Mejor dicho, estrangular una guitarra. En realidad, esta es la única función hoy del tren, ser una atracción nacional, un símbolo adherido a la identidad, una pose fotográfica; un recuerdo, como el ámbar o el metacrilato de los
souvenirs de la década de los sesenta, un pisapapeles con encanto algo
hippie, un ejemplar raro rescatado por el lápiz naturista de Paul Theroux. Para ir de un punto a otro, ya existen carreteras lo suficientemente transitables y rectas. Lo que me conduce por estas vías es una necesidad completa de perder el tiempo. Necesito andar este trayecto a paso de tortuga. Y seguro que también hay algo de ese romanticismo que detesto, pero no puedo dejar de corroborar: sentir esta victoriana caricia de aventura, a pesar de que realmente haya poco atisbo de peligro real, salvo el de convertirme en desconsiderado polizón.
ESTACIÓN MAYOCO
Ahora, sin nadie cerca, puedo oír el viento recio. Oigo las montañas cuando puedo. Las montañas suenan, digan lo que digan. No puedo ver nada en la oscuridad que todo lo engulle, todo lo democratiza. Los Alerces huelen a campo profundo. El tren es de western. La temperatura desciende de repente. Salgo a la noche, y a tientas, paso de un vagón a otro. Unas lágrimas se me escapan, debido al viento y a otras cosas. Caigo en el lugar donde antes estuvieron los turistas, que ahora me parece soberanamente triste. Me muevo a trompicones hacia una estufa medio encendida que hay en un lado. Allí encuentro mi mochila, intacta. Me froto las manos. Soplo en el hueco que formo con ellas, con las que no sujeto más que mi propio aliento recargado. Cojo un pequeño trozo de madera de un montoncito apilado con delicadeza, con miedo de volcarlo.
- Primero debe dejar un hueco en las ascuas.
Me giro con una agilidad que nunca hubiera sospechado en mi. Un hombre de espaldas anchas, de ropas también anchas, está apoyado en una esquina. Es el que lleva el tren, sin duda. Sostiene en la mano un trapo con lo que, a pesar de la penumbra, distingo como manchas de grasa.
- Lo siento. Siento haberme colado. – mi voz tiembla porque tengo frío. Tampoco ha sido para tanto el susto. Lo diré de otro modo: mi voz tiembla porque tengo frío, estoy nervioso, y no paramos de balancearnos.
- No es el primero que lo hace. De hecho, me alegra que todavía haya quien lo intente. Abríguese. Aquí ya hace bastante frío – me tiende un abrigo enorme. Luego me acerca un objeto humeante que no había visto antes. Es una calabaza de yerba mate –. No acostumbramos a viajar de noche, hace mucho que no – acerco la bombilla a los labios, sorbo con fuerza, y me quemo un poco la lengua. La impresión inicial tras el dolor es fuerte, robusta. Más tarde se vuelve amarga como un tango. O eso dice el maquinista –… Rosamonte. Es la más fuerte, pero a todo se acostumbra uno.
ESTACIÓN NAHUEL PAN
Lo bueno del verano, sea del polo que sea, está en la cantidad de luz. En su prolongación y su intensidad. Así, puedo ver por la ventana del vagón los contornos y algo del interior de esos contornos que son las montañas, o ecos de la Roca del Tiempo; la cercanía de Corcovado; los cipreses como espinas en el cielo dorsal; la promesa esquiva de los lagos plateados.
El maquinista me hace ver, tras una última parada para repostar agua, y comprobar que la mochila que encontró era la mía, que soy un poco tremendista con mi historia. Me da un punto de vista que no había contemplado en ningún momento, y ahora se me antoja apetecible: puede que el dueño real del maletín que pretendo entregar piense en estos momentos que su plan, sea cual sea, funciona a la perfección; en caso de no ser el mensajero, sí estoy cumpliendo con su trabajo, y probablemente con la discreción adicional de no saber mucho más allá de lo delimitado por el horizonte. Ahora, por ejemplo, sé que voy en tren guiado por mi interés en viajar aquí, en lugar de tomar cualquier carretera, más cómoda sin duda, pero al mismo tiempo más transitada y con mayor probabilidad de cruzarme o entablar conversación con más personas.
- Esta vía de tren no es única… hay otras líneas que permanecen cerradas, y a veces tomamos tramos de esas vías… puede ser por la humedad, o por el estado de las vías en sí, de modo que al decidir esta manera de viajar, está realizando su misteriosa misión de un modo impredecible y, muy probablemente, más seguro. ¿Entiende lo que quiero decir?
Asiento. Le pregunto por el Pozo Azul. Entonces es él quien asiente.
- Está al lado de Esquel, en Chubut… tienen un lago precioso allí… sí, está cerca de la ciudad, o mejor dicho cerca del aeropuerto. Tengo mañana el día libre, puedo llevarle si quiere.
- ¿De verdad puede ayudarme?
- En Esquel no tengo nada que hacer más que esperar a que llegue una pieza. Conozco bien esa zona.
- Gracias…
- Carlos. Carlos Kmet. Mecánico de Área.
- Carlos el Mecánico.
- Eso es. Y esa es su mochila.
- Sí.
- Pues nos queda una media hora para llegar. Póngase cómodo.
Le tiendo unos cien pesos. Trayecto completo. Lo que queda pasa en un silencio que tiene algo de irreal. Otros lo llamarían sueño, o caer entre algodones. La placidez del descanso en un viaje es hoy más que nunca una responsabilidad, algo que hay que cuidar con esmero, un bien escaso que debe racionarse como es debido.
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