Aquel hombre que fue el mejor médico internista que yo he conocido, pasa largas horas leyendo su Biblia o contemplando cómo rompen las olas del paseo marítimo sentado, delante de la ventana, en su sillón favorito.
Pero hay algo que me descoloca al tiempo que me emociona profundamente y me hace poner el pelo como escarpias.
Cuando, por respeto y cariño, le pedimos que bendiga la mesa, en esos momentos es como si volviera toda la lucidez que le han robado los infartos cerebrales, comienza dando las gracias por los alimentos y pidiendo la bendición sobre ellos y luego, invariablemente, dice: “..........y Señor te pedimos por todos nuestros hijos y nietos, que nunca se aparten de tus caminos, que nunca aparten su mirada de ti y que nunca te dejen a ti, fuente de aguas vivas cavando para si cisternas rotas.........”.
Eso me da seguridad, la misma seguridad que tenía siendo niña; pues él sigue doblando las rodillas de su alma, las de su cuerpo están demasiado doloridas, para encomendarnos a todos ante el trono de la Gracia.
Hace poco escuché, en una predicación, una frase que me llegó al alma: “Envolviendo a nuestros hijos en oración”. Esa simple frase llenó por completo mi corazón.
Recuerdo cuando era niña e íbamos a Ares, la villa marinera más hermosa de todas las rías gallegas. En aquel entonces no existían los hipermercados, pero es que, en ese lugar tampoco existían los supermercados, ¡qué digo supermercados!......... ni siquiera existían los tan conocidos ultramarinos de la época.
Allí sólo había un par de pequeñas tiendas que, tanto servían unos chatos de vino a los hombres, como la pastilla de jabón de lavar la ropa........ la harina........ el membrillo......... el café..........
Recuerdo muy bien cómo envolvían los productos, lo hacían en una especie de sobres de un papel parecido a la estraza hechos con todo cuidado y cariño por el mismo tendero. Aquellos sobres eran lo suficientemente duros para que no se rompieran, pero lo suficientemente suaves para no estropear cuarto kilo de harina o doscientos gramos de membrillo.
Cuando mis hijos eran pequeños yo tenía una costumbre muy peculiar que repetía cada noche. Cuando me despertaba cerca de la madrugada, iba haciendo un recorrido por las camas de “mis tres ositos” y me arrodillaba a la cabecera de la cama de cada uno, y allí -muchas veces entre sollozos- los colocaba en las poderosas manos de mi Señor y pedía que los guardara del mal y del maligno y que siempre, siempre, fueran solamente suyos.
Hoy “mis tres ositos” ya han crecido, sólo me queda uno en casa...... y........ a medias. Ya no puedo reprender, ya no puedo dar una buena cachetada, ya no puedo arrodillarme a la cabecera de sus camas.
Sólo puedo aconsejar con cariño y con mi ejemplo; pero hay algo que nadie me puede quitar y es construir -igual que aquellos tenderos de antaño- esos sobres hechos con todo mimo, esos sobres resistentes y a la vez suaves..........
nada me puede impedir que envuelva a mis hijos en oración. Rodearlos, cubrirlos, literalmente envolverlos en esas oraciones firmes y apasionadas de madre, de una madre que los ha llevado por nueve meses dentro de las propias entrañas y que los ha parido con auténtico dolor.
Muchos pueden pensar que el tener a mis padres en casa es algo demasiado duro, pero para mí es una auténtica bendición, pues siento que todavía alguien me está envolviendo, con auténtico amor, en oraciones.
Ojalá tú puedas sentir y hacer lo mismo! Te aseguro que es una de las más grandes bendiciones que podrás experimentar.
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