Hoy, los hombres y las mujeres, seguimos siendo tanto o más problemáticos que en el pasado. Sabemos amar pero no hemos olvidado todavía el odio. Somos capaces de realizar magníficas empresas altruistas y, a la vez, estamos dispuestos a devorarnos como los lobos. Prolongamos nuestra existencia amándonos, reproduciéndonos y apostando por la vida, sabiendo de antemano que estamos destinados a desaparecer de este mundo.
¿Dónde está el secreto de nuestra complejidad? ¿Por qué es tan difícil entender la ambivalencia humana? ¿Será quizás que el hombre es incapaz de conocerse a sí mismo y ser objeto de su propio estudio?
Tal ha sido siempre el reto de la antropología, en sentido general, llegar a conocer la esencia fundamental del ser humano. Sin embargo, lo cierto es que no existe consenso. Hay todavía numerosas concepciones de lo que es el hombre.
Las diversas soluciones antropológicas configuran un amplio abanico que va desde la más pura animalidad hasta las nociones míticas del superhombre, el hombre-semidiós, pasando por las ideas del hombre-objeto y hombre-máquina.
¿Es el ser humano una cosa más en el mundo de los objetos o, por el contrario, estamos frente a una realidad subjetiva, ante un ser personal? ¿Somos una especie zoológica como las otras, del pretendido árbol evolutivo, o existen realmente diferencias cualitativas que nos distinguen de los demás seres vivos? ¿Puede equipararse la mente humana al órgano del cerebro o lo mental supera con creces lo cerebral?.
Las respuestas que se den a todas estas cuestiones configurarán modelos bioéticos distintos y contrapuestos. De ahí la necesidad de transparencia en las ideas previas que debe exigírsele a todo planteamiento ético de la vida.
Los pensadores griegos fueron los primeros en maravillarse ante la realidad del hombre aunque éste fuera finito y, por tanto, inferior a las múltiples divinidades que ellos concebían.
Sócrates, por ejemplo, afirmaba que el núcleo principal donde radica el ser humano era, ante todo, su
psyché, su alma, conciencia y capacidad para reaccionar. Sin llegar a ser como los dioses podía, sin embargo,
relacionarse con ellos ya que poseía inteligencia, habilidad, experiencia y conocimiento. Tal noción de
psyché se gestó en un ambiente religioso-mistérico propio del mundo griego arcaico y tenía ya, por tanto, matices de lo divino.
Más tarde fue
Platón quien teorizó acerca de la relación alma-cuerpo, señalando que ésta era el centro inmaterial responsable de la facultad para conocer que posee el ser humano. De manera que el hombre se empezó a entender como una realidad dualista. De una parte el cuerpo físico, material y perecedero; de otra, un alma etérea e inmortal.
Estas concepciones antropológicas se fusionaron después con doctrinas cristianas y gnósticas, haciendo que muchos religiosos entendieran el cuerpo como auténtica “cárcel del alma”.
Aristóteles retomó esta misma relación alma-cuerpo para empezar a hablar del hombre como persona, como ser personal. Sus ideas al respecto tuvieron una enorme influencia en la evolución del pensamiento occidental.
No es este el lugar para realizar una historia general de la antropología, sin embargo, sí que nos parece pertinente revisar las últimas manifestaciones que se han venido sucediendo, sobre todo en este último siglo, desde la aparición de la filosofía existencialista hasta el momento presente.
Resulta difícil y arriesgado sintetizar en unas pocas líneas todo el complejo e intrincado mundo de las antropologías actuales. No obstante, ante la necesidad de ofrecer una visión de conjunto, se ha optado por resaltar las concepciones acerca del ser humano que defienden las seis ideologías siguientes: existencialismo, estructuralismo, neomarxismo, reduccionismo biologista, conductismo y la llamada antropología cibernética. Y junto a ellas, la antropología cristiana frente a todas estas nuevas antropologías
Las próximas semanas, iremos analizando cada domingo –una a una- todas estas antropologías mencionadas.
Continuará…
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