Aunque siempre le han dado otras interpretaciones, me siento con la libertad de señalar que cuando el evangelio de Juan dice:
“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (
Juan 1:1), no solamente alude a una cuestión teológica, sino también a una cuestión filosófica, vital y científica, de una manera que aún no sabemos muy bien cómo entender.
En el origen, la vida, que residía en Dios, y la palabra compartían su esencia. Ahora, tanto vida como palabra comparten en su esencia la capacidad de no ser bien comprendidas. No tienen una definición clara. A la vida solamente se la puede definir desde uno de los aspectos (atómico, físico, químico, biológico, sociológico, espiritual), pero nunca desde todos esos puntos de vista a la vez. Con la palabra uno se encuentra en el mismo lugar: está la definición fonética, la morfológica, la sintáctica, la semántica y la pragmática, pero ninguna de estas definiciones, por sí solas, son satisfactorias, y es imposible aunarlas en una sola. Quiero decir: que deben tener algo en común, porque sin lugar a dudas,
estamos vivos y hablamos, pero no podemos explicar por qué.
La otra noche soñé que invitaban a Eduard Punset a una de las cenas de mi empresa. No sé qué hacía allí, pero ya se sabe cómo son los sueños. También habían invitado a Ramón Calderón, el ex presidente del Real Madrid, y se había presentado con un traje de chaqueta color rosa fucsia… en fin... El caso es que habían sentado a Eduard Punset a mi lado, y por lo visto, no habría en la mesa nadie más interesante que yo con quien charlar, así que podría acribillarle a mi gusto con mis preguntas existencialistas sobre todo lo existente, igual que él acribilla sin miramientos a los personajes que entrevista en su programa
Redes. Y yo me inclinaba para reducir el espacio entre nosotros dos, y le decía, en medio del barullo del restaurante:
- Señor Punset, ¿qué cree usted que es la vida?
No sé por qué, de todas las preguntas existentes, le hice precisamente esa a Punset. Será que en sueños siempre salen a relucir las dudas que normalmente nos guardamos. Será que toda esta cuestión, esta aparente presencia de misterio y paradoja en la idea misma de Dios me obsesiona, y no me haya atrevido nunca a confesarlo, por temor a alguna respuesta ingenua. Aunque
tal vez la razón más lógica sea que tenía en la mesita de noche el libro de Erwin Schrödinger, ¿Qué es la vida? El aspecto físico de la célula viviente (1944), que habla acerca de cómo las leyes de la física cuántica hacen posible la existencia de vida. O al menos lo intenta explicar, aunque no lo consigue del todo. Debajo de esto sigue habiendo un misterio, porque todo está formado de átomos, tanto las cosas vivas como las inertes. Si todo fuera inerte, no habría problema: todo se reduciría a una simple agrupación de materia, como los planetas. Pero hay una parte de esa materia capaz de reproducirse, que es a lo que se llama
vida, y más allá, hay una parte de esa materia que es capaz de ser consciente de que existe, y a eso se le llaman
personas, que además, son capaces de relacionarse entre ellas y con su entorno por medio de la palabra. Sí, porque el lenguaje es nuestra única arma cognitiva. Todo lo que conocemos, todo lo que acabamos por intentar entender, debe caber dentro de las palabras, o si no, no puede existir, no puede
tener vida. Las rocas no parecen muy conscientes de su presencia ni de su papel en el Universo, y creo que no charlan mucho sobre ello.
Todo este misterio científico nos costará miles de años solucionarlo, si es que lo conseguimos. Cada nuevo descubrimiento, cada pequeño paso hacia delante, más que aclararnos la perspectiva, lo que hace es agrandarnos aún más la panorámica, con lo que el campo de estudio se hace más y más grande cada vez, y más inalcanzable. Aunque en realidad, todo este misterio científico sobre lo que es la vida podríamos solucionarlo de un plumazo con una fórmula matemática que se lleva utilizando desde tiempos de la Edad Antigua y que algunos opinan que es la clave de todo y que no habría que preguntarse nada más: Que cierto Dios lo hizo así, y punto.
¿Cómo es posible la existencia de estrellas de neutrones? Porque Dios lo hizo así, y punto. ¿Y eso de la fuerza nuclear débil que mantiene unida la estructura de los átomos? Porque Dios lo quiso así. ¿Y cómo es eso de que los genes de nuestras células son capaces de codificar proteínas
a nuestras espaldas? Si a mí me pidieran que lo hiciera, tardaría siglos, y sin embargo, mis células lo hacen todo el tiempo. Quién sabe, designio divino.
¿No se entiende de lo que estoy hablando? Entonces dejadme que simplemente mente una pequeña obrita, y todo será claridad: El origen de las especies (1859), de Charles Darwin.
Este año se conmemora el 150 aniversario de su publicación, y aunque la obrita se puede descargar gratis y legalmente en Internet, muchas editoriales han sacado unas ediciones dignas de los bibliófilos más golosos. Y todo el mundo anda entusiasmado recordando la labor de este hombre, y sin embargo yo, como cristiana,
no debería unirme a la celebración, o al menos debería guardar un silencio prudencial, para no ofender a nadie. Yo debo ser cauta (y un poco irónica), porque por lo visto, si uno quiere ser un buen cristiano debe ser bastante escéptico con las cuestiones de la ciencia. Podemos utilizar teléfonos móviles, medicinas contra el cáncer y cocinas vitrocerámicas, pero no debemos creer en la Ciencia, porque quienes creen en la ciencia desprecian a Dios, y un cristiano no debe despreciar a Dios, ni subestimarle. Eso fue lo que hizo Darwin, por lo visto: atacar directamente a Dios. ¿Por qué plantearse por qué los ruiseñores de una isla tenía el pico alargado y curvo y los de la isla vecina lo tenían corto y recto? Dios lo hizo así, y punto. Hacerse preguntas, dudar, está mal, porque toda la revelación está en la Biblia, y no se admiten dudas. Y eso me supone un problema, porque creo que la revelación está en la Biblia, pero también me planteo dudas, y porque yo creo en la Ciencia, y creo en Dios, y no creo que sean dos conceptos oponibles. A quien no creo mucho es a algunos cristianos y algunos científicos apologéticos. Pero hay quien me dice que lo que yo necesito es más fe.
Pero la fe no es una cuestión de cantidad.
Una vez en su vida Darwin quiso dedicarse a la teología, lo aplazó para embarcarse en el
Beagle para circunvalar el mundo y en el momento en que pisó la selva amazónica (él, criado en la austeridad natural de Europa), su vida cambió por completo. ¿Dejó Darwin de creer alguna vez en Dios? No lo sé. Pero sí perdió la fe en la iglesia, es decir, en el conjunto de los creyentes y en algunas de sus creencias. Después de todo lo que liaron con su obra, una vez dijo:
“…casi no puedo comprender cómo haya nadie que pueda desear que la doctrina cristiana sea cierta.” La doctrina cristiana, no Dios, es lo censurable. Supongo que porque él comprendía que eran dos cosas muy diferentes. Se guardó sus ideas veinte años porque sabía que algunos se iban a molestar; y se molestaron. Se lo tomaron como una blasfemia. Esto lo creyeron en 1859 y, por lo visto, no han dejado de creerlo hasta hoy.
Que sea el Todopoderoso quien me juzgue, a mí y a los que se nombren mis enemigos por esta cuestión, pero me uniré a la celebración de este aniversario. Incluso le daré gracias a Dios porque Darwin existió. Tal vez me equivoque, incluso puede que sea un poco blasfemo, pero siempre noto un cierto toque de alabanza divina en el prólogo de la obra cumbre de Darwin. O al menos, yo comparto con él esa alabanza surgida del asombro: la terrible y desmedida fuerza de la naturaleza que formó nuestras entrañas. Por qué. Cómo. Tal vez raye lo irreverente, pero creo que no hay nada más divino en nosotros que nuestra necesidad sobrehumana de búsqueda. Nos maravillamos, y queremos saber por qué, y buscamos, y buscamos a Dios, pero a veces queremos creer que ese Dios, creador y motor de las irresistibles fuerzas vitales que nos arrastran, puede ser comprensible. Y cuando nuestra imagen mental de Dios, esa hecha a nuestra medida, nos falla, en vez de desechar la imagen de nuestra mente, hacer una nueva, ampliar horizontes, desechamos al propio Dios. Igual que cuando Darwin pisó Brasil por primera vez, y escribió en su cuaderno el terrible impacto que aquella selva había dejado en su mente y en su espíritu, toda aquella vida desbordante y salvaje, debió alabar en lo más profundo de su ser al Dios en el que creía, y debió de darle gracias por hacerse incomprensible ante sus ojos, esconderse allí detrás de toda su Creación, para obligarnos a buscar, a investigar, a avanzar, y hacernos tremendamente felices en medio de la búsqueda.
O al menos yo lo habría hecho.
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