La bioética cristiana no implica una renuncia al análisis racional, serio y bien argumentado, para sustituirlo por unas máximas religiosas discutibles, sino que aspira a una reflexión profunda de todas las valoraciones éticas que tienen que ver con la vida.
No se trata de cerrarse sistemáticamente a los avances de la ciencia en nombre de una pretendida ortodoxia doctrinal, sino de abrir bien los ojos para escudriñar aquellos aspectos bioéticos problemáticos que demandan hoy una justa interpretación evangélica. De manera que una tal bioética cristiana no debiera convertirse jamás en una moral paralela, exclusivista, irracional o de gueto.
La visión cristiana de la vida contribuye a añadir luz sobre las cuestiones relacionadas con el respeto a la dignidad del ser humano. La fe cristiana va más allá en la promoción de la vida que cualquier otra fuerza exclusivamente racional o emocional.
En ocasiones ocurre, cuando los planteamientos evangélicos se comparan con otro tipo de bioéticas, que éstos suelen ser claros y evidentes mientras que aquellas ocultan, muchas veces, sus presupuestos básicos.
La bioética cristiana muestra abiertamente y sin disimulos sus creencias principales. Se concibe al hombre como ser creado a imagen de Dios, de ahí que toda vida humana posea, por tanto, dignidad y valor en sí misma; el cuerpo es templo de Dios, el sufrimiento no está carente de sentido y la muerte no tiene por qué ser el fin absoluto del ser humano.
Estos supuestos son criticados frecuentemente por aquellos que afirman que sus bioéticas son más libres y auténticas ya que están exentas de convicciones previas. Sin embargo, la realidad es que cuando se escarba un poco, cuando se hace un análisis más profundo, se descubre que esto no es cierto. Detrás de tales argumentaciones hay siempre presupuestos evolucionistas, materialistas, utilitaristas o naturalistas. Entender la bioética laica o secular como la única científica y racional frente a la bioética cristiana, anticientífica e irracional, es caer en un reduccionismo erróneo, en una simplificación injusta y equivocada.
No habrá más remedio que exigir a cada ética de la vida que muestre sus cartas.
Será menester que toda bioética exponga la antropología en la que se sustenta; qué concepto de hombre se oculta detrás de los enunciados éticos, aparentemente libres y exentos de supuestos. Pues sólo así se podrá comprobar la coherencia de sus valoraciones.
Decir “sí” al aborto y “no” a la pena de muerte es tan incoherente como lo contrario. No existe una antropología unitaria en tales respuestas.
¿En qué se fundamentan estas decisiones? ¿En los intereses cambiantes de cada sociedad, de sus intelectuales o políticos? La creación de “bioéticas a la carta”, al capricho de cada cultura, sociedad o persona, no parece una solución aceptable. Tratar la vida de manera aleatoria en función del origen étnico, geográfico o económico es también completamente injusto.
La bioética cristiana debe aspirar, por el contrario, a realizar un discurso razonable, científico y documentado pero, a la vez, apoyado en las premisas evangélicas del sentido trascendental de la vida y la dignidad del ser humano.
Sólo así se podrá construir un verdadero humanismo cristiano que sea respetuoso con la libertad de toda criatura y que contribuya al engrandecimiento del reino de Dios en la tierra.
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