Juan Marsé ha recibido el Premio Cervantes de este año. Juan Marsé es un gran escritor, un tipo que, de haber tenido la oportunidad, hubiera deseado vivir solo, con su familia, en uno de esos pueblos fantasma que se han quedado desperdigados por la España rural, lejos de la televisión y de los académicos preguntones. No es que sea muy cascarrabias, no es como aquel Fernando Fernán Gómez célebre por sus rabietas. Es más bien un hombre callado, casi, casi pragmático. Así que cuando le vi en mi pantallita de televisión por La 2, pasadas las doce del mediodía del 23 de abril, me quedé parada allí delante con media zapatilla puesta, escuchándole hablar.
Éste es su discurso de “agradecimiento” y si tienen 7 páginas de tiempo, merece la pena ser leído.
Es más, merece la pena ser estudiado, analizado y disfrutado con detenimiento.
En honor a tan celebrado discurso (que supongo que en el mundo de lo “discursivo”, a lo largo de la Historia, habrán existido obras más célebres, pero ya se sabe, a uno siempre le atañen las cosas cercanas), al día siguiente fui a la biblioteca a buscar un volumen de
Cuentos Completos del autor, de la editorial Austral, que ya me había ojeado en una ocasión, puesto que, puestos a refrescar la memoria, no me atrevía más que con alguna piececita corta. Y como tengo el privilegio de vivir en Barcelona, a dos calles de la Sagrada Familia, antes de subir a casa me senté en un banco soleado de la Avenida Gaudí, bajo árboles recién florecidos, un mediodía delicioso, y teniendo justo enfrente el imponente edificio, me leí
El Jorobado de la Sagrada Familia de un tirón.
Juan Marsé no es de los más difíciles de leer. Es de esa corriente de escritores (antiguos y modernos) que opinan que la prosa ha de ser sencilla, bien cuidada, pero correcta, sin grandes florituras. Es esa corriente de escritores que defienden que un buen escritor es, más que nada, un buen narrador de historias, y que nada en el mundo debería distraerle de ese cometido, o como él mismo dijo en su discurso: “
Los planteamientos peliagudos, la teoría asomando su hocico impertinente en medio de la fabulación, el relato mirándose el ombligo, la llamada metaliteratura, en fin, son vías abiertas a un tipo de especulación que me deja frío y me inhibe; bastante trabajo me da mantener en pie a los personajes, hacerlos creíbles, cercanos y veraces.”
Lo más sorprendente es que durante ese breve periodo de tiempo que tardé en llegar a casa, tuvo lugar un acontecimiento irrepetible dentro de las entrañas del mundo de lo literario: coincidieron, cara a cara, dentro de mi bolso, los Cuentos completos de Juan Marsé con otro ejemplar que llevaba allí por casualidad: Interpretación y sobreinterpretación (1992) de Umberto Eco. Es decir, que durante un rato, coincidieron el escritor natural, sencillo y elegante, con el escritor más rebuscado y oscuro, obsesionado con la hermenéutica y la semiótica (que es la ciencia que dice que todo es un símbolo de otra cosa). ¿Se hablaron?¿Y de qué? Nunca obtendremos la respuesta. Pero la conversación imaginaria en nuestras cabezas se me hace impresionante.
Y es que no sé si han coincidido alguna vez, pero yo apostaría por el Sr. Eco como el ser humano, artística y humanamente hablando, más opuesto en todo lo existente al Sr. Marsé. A Umberto Eco le encanta ser protagonista. Incluso para la portada de uno de sus libros de crítica literaria dejó que le hicieran una caricatura. Y sin embargo, Juan Marsé huye de la crítica literaria y de la publicidad, y no sale en tertulias, ni tiene una producción de esas con las que, sacando obras como churros, intenta ser el centro de atención en todas las celebraciones.
No sé bien cómo explicar la diferencia entre estos dos autores. Pienso en El Nombre de la Rosa, de Eco, la gran cebolla gigante, que a la gente le encanta leerse porque es fabulosa, pero lo es por un motivo muy diferente por el que Últimas tardes con Teresa es fabulosa. El Nombre de la Rosa es una cebolla a la que le vas quitando, capa a capa, una lectura simbólica tras otra, y todas tienen sentido, y nunca deja de ser una novela, igual que una cebolla sin sus capas nunca dejará de ser una cebolla, y sabrá a cebolla, igual, una de sus capas exteriores que la parte más tierna de su interior. Perdón por lo basto de la metáfora, pero eso es
El Nombre de la Rosa, una alegoría del laberinto de Babel de Borges dentro de una alegoría al propio Borges en la figura del bibliotecario ciego, dentro de una alegoría en la que Borges alegorizaba a Aristóteles o a Santo Tomás de Aquino, alegorizando a su vez al propio Aristóteles en un manuscrito perdido de la Biblioteca perdida de Alejandría que a su vez encuentra su alegoría dentro de la Biblioteca de Babel de la alegoría del Borges alegorizado. Y voy a parar. Mejor aún, para comprender el grado de
metaliteratura con el que Umberto Eco nos tortura (con gran deleite para mí), aquí expongo uno de los célebres párrafos de la obra que conversó con la obra de Marsé dentro de mi bolso:
“Puede existir, por último, un caso en que el autor sea también un teórico textual. En este caso sería posible obtener de él dos clases diferentes de reacción. En algunos casos puede decir: “No, no quise decir eso, pero debo reconocer que el texto lo dice y agradezco al lector que me lo haga ver.” O: “Independientemente del hecho de si quise decir eso, creo que un lector razonable no debería aceptar semejante interpretación porque resulta poco económica”. Este procedimiento es arriesgado, y no lo usaría en un ensayo interpretativo.”
De todas maneras, no puedo identificarme con ninguno de los dos polos opuestos, aunque a ambos los adoro, ambos me apasionan y me hacen disfrutar de la mejor de las literaturas posibles.
A Marsé, como lectora, le admiro por la perplejidad que levanta con dos o tres técnicas sencillísimas. A Eco, sin embargo, le admiro por cómo consigue darle un acabado sencillo a algo construido bajo complicadísimas técnicas narrativas. Ambos, si se conocieran, se anularían entre sí, y sin embargo, caben dentro de la misma literatura.
Dos formas tan opuestas y tan válidas de explicar el mundo, y no puedes decantarte por ninguna de ella, porque no pueden prescindir de la otra. Extraña y preciosa disyuntiva.
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