En el viaje, no sólo nos cruzaremos con camiones grandes cargados de fruta y madera de los Andes; nos las veremos cara a cara con la niebla, con conductores bebidos y con chóferes inexpertos, con turistas atraídos por la fama del trayecto que deciden bajar a toda velocidad en bici, con rías y cuencas que se unirán al Amazonas, a quien veremos poco a poco más delgado, a medida que subamos hasta los cuatro mil trescientos metros, y también con hojarasca y piedra, abismos enormes, paisajes conmovedores, y rígidas miradas a la hora de ceder el paso. Y yo creía saber hasta hoy lo que es el vértigo.
El conductor del camión en el que subimos cinco personas dice que en realidad no es tanto como parece, que lleva subiendo y bajando veinte años, y que básicamente el procedimiento consiste en “tener fe, encomendarse a Dios, y saber colocarse para que la cola del trailer no te empuje al vacío”. En la parte trasera del vehículo chirrían con desaprobación los muelles de una cama que hemos de llevar hasta el pueblo. Pienso en si debí haberme apuntado a la expedición a la media hora de ponernos en la carretera, pero soy un hombre de palabra, y hay que cumplir lo que se promete, o al menos eso me enseñaron.
Rafael, el conductor, no deja de señalarnos lugares muy parecidos entre sí, que él distingue sin problemas, mientras lleva el camión con una mano que alterna con las marchas del coche, mirando hacia todas partes excepto al frente. Las ruedas suenan de un modo que jamás he asociado a un lugar seguro: resbalón, crujidos, piedras desmenuzándose. Me agarro al asiento, como si eso sirviera de algo en caso de accidente. Rafael me mira de reojo de vez en cuando, y bromea con Ulrich y el resto sobre mis extremidades estiradas y en tensión constante. Me caen perlas enormes de sudor cada vez que nos dejan pasar. Aunque tengamos prioridad, conservemos la izquierda como en casa (este es el único lugar de Bolivia donde lo hacen), y poseamos mejor visión del borde del abismo, la idea de permanecer a ochocientos metros del suelo más cercano no me deja relajarme como a Ulrich, que pronto empieza a roncar.
“Allí vivía yo”, señala Rafael una pequeña casa abandonada, y con el grito de júbilo, seguido del balanceo que resulta de soltar el volante unos segundos, nos espabila a todos. En realidad, espabila al resto, pues yo no he perdido ojo en las dos horas de camino, cada vez más lento y preciso. Como acto reflejo, alzo la mano para sujetar el volante, enarcando las cejas, y musitando un “¿y allí es donde quieres que muramos nosotros?”… un nuevo motivo para que Rafael se ría hasta el dolor de estómago. “Es una buena carretera”, dice, “la hicieron los paraguayos cuando lo del Chaco…”, y entonces se nubla su rostro trigueño y alegre, prestando una atención casi desmesurada a las curvas de la carretera “mi abuelo estuvo allí… fue una guerra dura, muy dura… muchos muertos…”. “¿Por qué fue?”. “Por el petróleo… creían que allí habría petróleo para convertir a quien lo tuviera en el más rico de América… nos peleamos con los paraguayos y fueron demasiados los que cayeron… miles y miles… al final, resulta que en los cuarenta se descubrió que no había petróleo en otros lugares, que era lo que pensaban los paraguayos y usaban como excusa para hacerse con esa parte que, decían, les pertenecía… murieron más por malaria que por balazos…”
Una fuerte sacudida por culpa de un camión que no se da cuenta de nuestro acercamiento vuelve a conducir la situación a su punto hilarante de origen. Llegamos a Coroico con la puesta del sol.
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