«No puedo pensar que el mundo tal como lo vemos es el resultado
del azar; y sin embargo no puedo considerar cada caso aislado
como el resultado del Diseño… Estoy metido y siempre lo estaré
en un embrollo irremediable»
Carta de Darwin a Asa Gray el 26 de noviembre de 1860
¿Cuándo entra la muerte en el mundo? ¿Si aceptamos la evolución obviamos la entrada del pecado en el mundo y, por tanto, la necesidad de un salvador? Inmediatamente, debemos hacernos la siguiente pregunta ¿de qué muerte está hablando?
Juan Solé, en su artículo: «La muerte, la ultima crisis. Una reflexión», profundiza la idea de que la muerte que realmente debe importarnos es aquella que implica una eterna separación de Dios: «Todo esto nos indica que la muerte es un proceso que, además de afectar al cuerpo, afecta a factores espirituales que íntimamente tienen información de eternidad, y a los que ningún factor evolutivo ha podido, a través de milenios y milenios, connaturalizar con la muerte… Desde el principio y en toda la Biblia se infiere que la muerte es una anomalía para el ser humano que ha sido creado para la vida. La muerte está puesta en relación directa con el pecado. Antiguo y Nuevo Testamento, dicen:
«... del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres morirás». La Epístola a los
Romanos 6:23, dice:
«La paga del pecado es muerte». Es más, en la misma carta (
capítulo 5:12) tenemos una descripción de cómo fue que entró este desorden o anomalía:
«... el pecado entró en el mundo por un hombre y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron».
El hombre formado del polvo de la tierra (Génesis 2:7), identificado, por tanto, con la creación material, fue objeto de un acto especial del Creador al dotarle, además de su morfología peculiar dentro de la ordenación animal, una imagen y semejanza de lo que Dios mismo es (Génesis 1:26).
Transcurren siglos en las páginas de la Biblia y en
Eclesiastés 3:19 el sabio reflexiona, ateniéndose a la mera experiencia objetiva debajo del sol, o sea, a este lado de acá, y dice: lo que sucede a los hijos de los hombres y lo que sucede a las bestias, un mismo suceso es: como mueren los unos así mueren los otros. Pero al mismo tiempo recoge la constante subjetiva del ser humano y dice que Dios ha puesto eternidad en el corazón de ellos (
cap. 3:11). En el Evangelio, Jesucristo reafirma el gran principio de relación esencial entre Dios y los hombres: Dios es espíritu, y los que le adoran es necesario que le adoren en espíritu y en verdad (
Juan 4:24).
La teología bíblica deja patente que una grave anomalía ha alterado el orden de la creación y que un grave y contradictorio desfase se produce entre el proceso irreversible de la muerte física y el sentido de eternidad y vuelta a Dios que informa la vida espiritual de todo ser humano. Porque éste es el sentido supremo de la total vida humana: Dios. Jesucristo vino para librar a los que por el temor de la muerte están durante toda la vida sujetos a servidumbre (
Hebreos 2:15), y afirma: para que tengan vida (
Juan 10:10).
Su presencia y su información tienen que ver con la vida. Su operación es restauradora, salvadora: el Hijo del Hombre (el mismo Jesús) ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido (
Lucas 19:10). Jesucristo restaura el concepto de la consistencia de la vida al expresar con claridad en lo que no consiste y en lo que si: La vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee (
Lucas 12:15), sino que la vida en su acepción más total: la vida eterna, es que te conozcan a ti el solo Dios verdadero y a Jesucristo.
Es decir, que la vida no consiste en lo que es más dominable para el hombre, como las cosas y el espacio, sino en una concepción espiritual del tiempo con sentido eterno de vuelta a Dios Creador por Jesucristo el Redentor».
Por su parte, Hoke Smith Jr. en el libro: «EL HOMBRE: Una perspectiva bíblica», nos plantea una idea parecida «A pesar de la referencia explícita a Adán, el
propósito del apóstol Pablo en este pasaje [
Romanos 6] no es explicar el origen del pecado, sino demostrar los alcances universales de la obra redentora de Jesucristo».
En resumen, como dice Sequeiros (2007b): «Muchos científicos y grandes pensadores han adecuado su fe en un Dios creador a la evidencia de la evolución y de los grandes descubrimientos sobre la diversidad y complejidad de los seres vivos. Este es también mi punto de vista. No tenemos por qué negar la existencia de un Dios creador de todo lo que nos rodea y nos maravilla, sino maravillarnos de que lo que nos rodea es precisamente el fruto del impulso creador y la capacidad de evolución con el que Dios lo creó todo desde el principio de los tiempos. Es a lo que se refería el Cardenal John Henry Newman, contemporáneo del propio Darwin. ¿Por qué ha de haber incompatibilidad entre dos realidades como la creación y la capacidad de evolución de aquello que fue creado? La aparición del Universo, la Tierra, la vida y el hombre son realidades tangibles e incuestionables, aunque el origen de todo no haya sido explicado científicamente. La evolución de la naturaleza es una realidad irrefutable aunque contradiga la literalidad de un texto que en ningún modo trata de ser un tratado científico».
«El punto inexplicado por la ciencia no es el de la capacidad de modificación y aun complicación de las formas de vida, sino de la procedencia de todo, y ahí es donde encuentra su sentido la creencia en un Dios creador. A esto se refería Isaac Newton (1642-1727) cuando afirmaba:
El conjunto del Universo no podría nacer sin el proyecto de un ser inteligente»
.
Particularmente, me identifico con la siguiente afirmación: «Es más, si nos maravillamos con el orden de la Naturaleza, que hemos ido desvelando, es porque la razón última del origen de todo queda oculto a lo que somos capaces de entender y ante esta situación, sigue siendo perfectamente válida una concepción que trasciende la ciencia».
Espero que esta reflexión nos ayude a reconciliar fe y ciencia sin perder nuestra esencia.
Fernando Caballero
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