En los contenidos de sus conversaciones, además de cuestiones de política internacional, ha estado la posible modificación de la ley de despenalización del aborto y la asignatura de Educación para la Ciudadanía.
Veo elementos positivos en estos encuentros: siempre es bueno el diálogo por sí mismo, el franco contraste de pareceres, aún cuando al final sólo se pudiese constatar la existencia de serias diferencias de criterio. Veo también positivo que el gobierno abra sus oídos a sensibilidades diferentes a las suyas propias; tiene la responsable obligación de considerar las demás posiciones.
Por otra parte, defiendo el derecho de los católicos a aportar sus propuestas en los temas citados, a hacerlo en público, sin complejos, a ejercer toda la influencia que su presencia social les permita dentro del juego democrático y que no se les intente tapar la boca aduciendo que las creencias religiosas se deben preservar para la privacidad; y, yendo más allá, con toda probabilidad yo coincidiré en muchas objeciones de los católicos ante la citada ley y la referida asignatura.
La vida política se organiza desde los valores más profundos de cada ciudadano, sean los que sean, y esto es compatible con la necesaria separación iglesias-Estado.
Esta separación es la que, a mi entender, no se ha respetado en las conversaciones del gobierno y el Sr. Bertone.
En primer lugar, la Sra. Vicepresidenta ha tranquilizado al político vaticano diciendo que no se van a modificar los acuerdos con su Estado, con sus implicaciones económicas; no acabo de entender que con nuestros impuestos financiemos algunas actividades que son estrictamente religiosas, y encima esto se pacte en una negociación con un estado extranjero; la sana laicidad que postula D. Tarcisio no encaja bien con esto. En realidad, los propios acuerdos del estado español con el Vaticano, residuos del nacional-catolicismo, insultan a esa laicidad al mantener un claro vínculo entre Iglesia Católica y estado español que se regula por un acuerdo con un país extranjero como el Vaticano.
En segundo lugar, no comprendo cómo el Gobierno desconsidera gravemente a los católicos, intentando tapar su boca, quejándose de su legítimo derecho a manifestarse, ignorándolos en la redacción de leyes, y por otra parte trata de pactar y transaccionar con el Vaticano. Es insensible a los valores de los católicos, pero reacciona ante la presión política del Vaticano.
Finalmente, alabo el descubrimiento del sano laicismo por parte del ministro de Asuntos Exteriores del Vaticano (que espero que alcance también al Sr. Cañizares, que no concibe una España que no sea católica), un descubrimiento que tendría mucha más credibilidad si se hubiese hecho cuando la Iglesia Católica tenía más poder político, un descubrimiento que los protestantes hicimos hace siglos.
Ese sano laicismo implica en primer lugar que se deje de hablar de “La Iglesia” (en términos estrictos, sería sólo la Iglesia Universal de Cristo, y la Iglesia Católica como institución ha dejado de serlo desde el constantinianismo) y se hable de “las iglesias”. En segundo lugar implica que se renuncie al poder político ejercido desde un estado soberano extranjero: no se puede estar en la misa y en el campanario, no se puede ir de intemporalidad y entrometerse en la más terrena temporalidad.
Defiendo el pleno derecho de los católicos a ejercer su capacidad de influencia política, como cualquier otro colectivo, pero con las mismas armas que los demás, desde el juego democrático, no desde la presión política institucional del Vaticano. Sería mucho más eficaz y creíble que el gobierno de la Iglesia de Roma se ocupase de reclamar coherencia a sus propios fieles, que con más frecuencia de lo deseable creen una cosa y hacen otra, se reconocen católicos pero su fe se queda reducida a los ritos dominicales y carece de influencia real en sus convicciones y en sus decisiones diarias, empezando por las políticas, por ejemplo cuando van a votar.
Si quieres comentar o