Las excavaciones de la ciudad de Olimpia a finales del siglo XIX trajeron consigo un renovado interés por juegos griegos dedicados a Zeus. Su carácter pagano, frenó a algunos países, que se negaran a participar al principio, pero la atractiva idea de conseguir un consenso entre las naciones que terminara con las guerras, acabó por seducir a varios países.
El XIX había sido un siglo de guerras y todo vaticinaba que el XX sería uno de los más pacíficos de la historia. Los Juegos Olímpicos podrían fomentar el diálogo entre culturas y la solución de conflictos de una manera pacífica.
Los primeros juegos se celebraron en Atenas en el año 1886. Se determinó que cada cuatro años se convocarían los juegos y que la sede olímpica cambiaría de celebración en celebración. En los primeros juegos hubo la participación modesta de catorce países y unos 241 deportistas.
La receta antibelicista no tardaría en demostrarse ineficaz. En 1914 estallaba la Primera Guerra Mundial y los juegos convocados para Berlín en 1916 debieron de suspenderse.
En 1920 se reanudaron los juegos en Amberes, al parecer el espíritu olímpico no había muerto bajos las bombas, pero los países derrotados en la guerra no participaron.
En los años veinte, un nuevo fantasma recorría Europa, el fascismo. La posguerra determinó que las democracias occidentales entraran en crisis, mientras el totalitarismo nacionalista y el comunismo comenzaban a cobrar fuerza. Los juegos de los años veinte subsistieron entre la tensión de posguerra y la crisis económica que asoló Europa y Estados Unidos en 1929.
En Alemania, un nuevo régimen nacionalista y racista se hacía con el poder. Aldolf Hitler se convertía en canciller y más tarde en presidente ante los ojos atónitos de Europa. Berlín había sido elegida para celebrar los juegos de 1936, pero la decisión se había tomado un año antes de la llegada al poder del dictador nazi, en 1931, pero sin duda, el Comité Olímpico Internacional debió detectar, antes que los juegos se celebrasen, las leyes racistas, la falta de libertades y el asesinato y secuestro de los disidentes políticos que había en Alemania.
Hitler sabía que los Juegos Olímpicos eran el escaparate internacional para difundir sus ideas totalitarias y se aprovechó de ello, utilizando toda su maquinaria propagandística.
Algunos pensaron, que el no cerrar las puertas a la Italia fascista o la Alemania nazi era la única manera de evitar un conflicto que llevara a una nueva guerra. El COI creía que las leyes racistas y la persecución política se atenuarían si se celebraban unos juegos en Berlín.
Algunas tímidas voces se levantaron contra la celebración de los juegos en Berlín. Avery Brundage, presidente del comité olímpico en los Estados Unidos, pidió la retirada de su país de los juegos, pero tras una visita a Alemania se convenció del trato “cariñoso” que los alemanes daban a los judíos.
Otros países como Francia, Holanda, Checoslovaquia, España o Suecia propugnaron el boicot, pero al final no se hizo nada para impedir a los nazis celebrar los Juegos Olímpicos.
El 1 de agosto de 1936 se inauguraron los juegos. Los símbolos nazis eclipsaron a los aros olímpicos, el deporte había sucumbido al peor régimen de la historia. Pero un suceso no previsto humilló a la orgullosa raza aria. Un deportista negro llamado Jesse Owens ganó cuatro medallas de oro y le amargó la fiesta Hitler, que se negó a saludarle y despreció públicamente a los Estados Unidos por servirse de negros para conseguir sus medallas.
Jesse Owens, un ferviente creyente, denunció al llegar a su país, que aunque era cierto el racismo que había en Alemania, en los Estados Unidos por el hecho de ser negro no podía viajar en la parte delantera del autobús o vivir en cualquier barrio de su ciudad. Roosevelt tampoco recibió al atleta negro. Las Olimpiadas no parecían el antídoto eficaz contra las desigualdades, el racismo o la falta de libertad.
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